Andrés R. M. MOTTO, CM [1]
Mis amigos y amigas reciban un efusivo saludo en este otoñal mes de octubre. Notemos que a veces padecemos de males profundos en el alma y en el corazón. Es que en esta vida, no sólo necesitamos tener un medio de vida, sino razones para vivir. La fe en Jesús nos las puede dar. Ya sea que estemos bien y más cuando estamos mal, suelen emergen algunas preguntas fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen a primera vista: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para mí, para nosotros, para la humanidad? ¿En qué dirección orientar la libertad para un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?
Estas preguntas son “insuprimibles”. No sirve hacer otras cosas para no pensar en ellas. Somos así, seres buscadores de sentido. Es cierto que hay época en que cuesta conseguir trabajo y aún más, que sea bien remunerado. Pero incluso suponiendo que esto lo conseguimos, igual tenemos necesidad de amor, de acepción, de esperar en alguien, de un fundamento seguro, de un terreno sólido que ayude a vivir con un sentido auténtico. Repito, esto se suele volver más angustiante en la crisis, las oscuridades, las dificultades y los problemas recurrentes. La fe es una buena salida, ya que nos dona precisamente esto: el confiado entregarse al “Tú” que es Dios, quien da una certeza sólida aunque misteriosa.
Sabemos que el camino de la fe implica mirar nuestro interior. Conociendo nuestra pobreza y debilidad, así como también nuestros puntos positivos y particularmente reconociendo el plan que la Trinidad Santa tiene para nuestra vida. La vivencia de la fe bien entendida, nos da una mirada más comprensiva hacia nosotros mismos, los demás así como una mayor confianza en Dios. La experiencia de fe nos debe permitir profundizar nuestra ética y espiritualidad.
Ahora bien, la fe es un don que es necesario hacer crecer, desarrollar y purificar. Del mismo modo que un niño se desarrolla y aprende a vivir cada vez con mayor autonomía (porque nacemos desnudos, pobres, necesitados e ignorantes) así también el camino hacia Dios necesita de un largo proceso de maduración, en el que el Señor nos instruye interiormente. Desearía que aceptemos su enseñanza libremente y con amor.
Pero, ¿cómo madurara en la fe? Sigamos con la analogía entre el crecimiento espiritual y el que ocurre en el curso normal de la vida humana. Los adolescentes pasan por una crisis (o varias) al acercarse a la madurez. Del mismo modo, se produce una crisis en el plano sobrenatural, en el crecimiento de la gracia, cuando deseamos tener una fe madura.
A veces debemos dejar enseñanzas ridículas, antojadizas o incorrectas sobre Dios y la verdadera religiosidad. Una cosa más, en algún punto de nuestro crecimiento espiritual, Jesús nos pide un nuevo modo de relacionarnos con Él así como con las otras personas. No puedo vincularme con Dios a los cuarenta como cuando tenía nueve años.
El cambio acostumbra a darse gradual y progresivo, pero contundente. Ahora bien, como es una propuesta libre, también se puede optar por no crecer. Jesús nos llama a salir de una vida espiritual infantil y egocéntrica, hacia algo más profundo y relacional.
Incluso más, con el tiempo uno aprende a no depender de alguien que nos guíe en todo. Uno debe ir adquiriendo una maestría espiritual y a reconocer, finalmente, que el único pastor es Jesús. A él le confiamos nuestra vida. Es por eso que una parte del crecimiento en la fe significa llegar a ser más independientes. Dejando que el Espíritu Santo nos conduzca. Así vamos alcanzando cada día más la auténtica madurez espiritual (aunque en esta vida nunca llegaremos a la perfección, podemos dar alegres pasos hacia ella).
El principio de vida que Cristo conquistó para nosotros por medio de su pasión, muerte y resurrección, es dinámico y, en consecuencia, nos permite crecer y llegar a la madurez. Debemos dejarle lugar para que crezca en nosotros. Y esto implica, si no nos asustamos, avanzar hacia una renovación completa, profunda e íntegra. Crecer en la fe no significa despreciar lo humano o devaluar el cuerpo y la sexualidad (si bien en alguna época se practicó esto, hoy sabemos que era un camino de fe equivocado, aunque ellos no lo podían ver porque eran hijos de su época). Me gusta decir que como personas del siglo XXI no estamos obligados a cometer los errores del pasado. La amistad con Jesús no se construye despreciando el mundo que Dios creó.
Dios nos conoce por dentro y por fuera, por entero. Y nos sigue amando. Nos llama por nuestro nombre, porque cada vida es interesante para Dios. Su amistad recorre toda nuestra vida. Nos invita a comprometernos con los demás al mismo tiempo que experimentamos libertad, caridad, gozo y paz. Para los que quedaron con gusto de algo mes, les señalo que el próximo mes veremos qué actitudes nos permiten crecer en la fe.
[1] Cf. KEATING, Thomas. Crisis de fe, crisis de amor. Desclée De Brouwer. 2001; BENEDICTO XVI. AUDIENCIA GENERAL – Plaza de San Pedro – Miércoles 24 de octubre de 2012.