La parábola del tesoro escondido y de la perla de gran valor muestran la actitud de quien vende todo lo que tiene para adquirir algo de plusvalía. A su vez, la parábola de la red lanzada al mar es la continuación del tema de la cizaña en medio del trigo y manifiesta cómo será la suerte del creyente si persevera en el discernimiento y la opción definitiva por el Reino de justicia.
Las dos primeras parábolas no comparan el reino con el tesoro, sino que evidencia el “estado de ánimo” que produce encontrar el tesoro. Es decir, quienes “hallan” el reino de la justicia –como valor absoluto de sus vidas– no pueden continuar desesperanzados, porque el Reino de Dios y su justicia son don gratuito que nos lleva a ser personas no exentas de problemas, pero sí esperanzadas y confiadas en el amor de Dios. Sin embargo,
el hallazgo de este Reino no es intercambio de mercancías. No puede ser comprado como el castillo que esconde un tesoro, porque a quien descubre el valor de la lucha por la justicia o la santidad ya nada le hace falta.
Así, Jesús intenta explicar que el Reino de Dios posee un valor absoluto y es tan importante, que para entrar en él hay que adquirir la lógica del Reino y encarnar las actitudes del Señor. ¿Queremos que Dios reine? Entonces, démosle lugar para que comience a ser rey entre nosotros. Si nos reservamos nuestras maneras de pensar, nuestros criterios para juzgar o los propios principios personales para “vivir mi vida”, entonces reinaremos nosotros mismos o cualquier otra cosa, pero no Dios. Solo si somos capaces de desprendernos del narcisismo exacerbado, de las ansias de poder y del placer imperante, descubriremos que hallar el Reino de Dios y su justicia es sin duda el gran tesoro que todo hombre anhela encontrar para ser feliz.
«Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga oídos, que oiga!» (Mt 13, 43).
P. Fredy Peña T., ssp
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