El evangelio nos relata el encuentro a solas de Jesús con una mujer ─algo insólito para el contexto social de su tiempo; y más aún, samaritana─. Es sabido que la relación entre judíos y samaritanos no era buena. Aquella enemistad se remonta desde la caída del Reino del Norte (721 a. C.), cuando los asirios traen a pueblos paganos, con su cultura y sus dioses, y terminan mezclándose con el Dios único de los israelitas. Esto no gustó en Judea y tras la vuelta del exilio judío (539 a. C.), los samaritanos son despreciados.
Jesús, que es el Agua Viva, se presenta ante la samaritana como un necesitado que demanda un poco de solidaridad, mientras que ella muestra su autosuficiencia. Ambos establecen un diálogo, el cual hace del “sediento” un donante de agua viva y de la “portadora” del agua, una sedienta. En este diálogo es posible que el creyente se vea reflejado, ya que al entregarse a Dios puede sentir amenazada su libertad o bien que su vida se vea empobrecida. Es cierto que Dios pide renuncias, pero también enriquece y jamás demandará una responsabilidad, cualquiera que sea, más allá de lo que cada persona puede dar.
La mujer samaritana representa a la comunidad cristiana cuyo “origen” no es impedimento para que haya un encuentro recíproco, único y genuino con Jesús. Aquel encuentro no fue buscado por la mujer; sin embargo, Jesús se deja encontrar por quienes le abren su corazón. Dice el evangelio que la mujer buscaba el agua en un pozo hacia el mediodía, lo que para la época era inusual (se hacía en la madrugada o al atardecer), pero la intención del evangelista es mostrar que el “mediodía” expresa la aceptación de Jesús como Mesías y luz plena.
En este tiempo de Cuaresma hay que considerar que no se puede alcanzar una vida espiritual seria si no tenemos un encuentro experiencial con Dios, es decir, no puede haber renovación o cambio de vida si no hay hambre y sed de Dios.
“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú misma se lo hubieras pedido…” (Jn 4, 10).
P. Fredy Peña T