La Fiesta de la Epifanía del Señor, conocida popularmente como la Fiesta de Reyes, es sin duda una de las más importantes del Calendario Litúrgico y celebra la manifestación de la salvación de Dios en Cristo Jesús a todos los hombres. En este sentido, Jesús quiere mostrar su misión: la salvación a todo el mundo, que, en este caso, está representada por la presencia y adoración de los magos. Sabemos que la Epifanía se da en un contexto cultural donde el lugar de origen definía de alguna manera a las personas. Quienes eran depositarios del honor patentado por sus habitantes ilustres en el pasado traspasaban esa herencia a los que nacían en el lugar. En el caso de Jesús –oriundo de Belén de Judá?, hereda el honor acumulado en la familia de David, no solo porque es descendiente suyo, sino porque nació en su mismo pueblo, como bien lo presagiara el profeta Miqueas (5, 1).
Jesús viene a ser el Rey y el Mesías esperado por el pueblo de Israel. Él no es un rey violento, asesino y politiquero, como Herodes; al contrario, es el que trae la paz, la alegría, el amor y la novedad de que la vida junto a él adquiere un cariz y sentido distinto. Es un rey que arraiga su poder en el clamor popular y en los que tienen poco o casi nada.
Los que esperan a este rey no quieren estar ausentes en su adoración, ya que se dan cuenta de que la salvación no puede venir por medio de la manipulación, de la violencia, de la corrupción o de las verdades a medias, sino que viene de la bondad hecha vida en el pequeño Jesús. En este sentido, los magos intuyeron esta verdad y adoraron a este nuevo soberano, cuya autoridad y poder se posa en la tierna mirada del niño Dios que nace pobre. Por eso, la Fiesta de la Epifanía es la ocasión para examinar si nuestro corazón posee la mirada alegre, tierna y sin discriminación del Niño Dios, que quiere dejarse adorar y amar por los que aún creen en él.
“Al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje” (Mt 2, 10).
P. Fredy Peña T., ssp