A la pregunta de qué tenemos que hacer, la respuesta del Bautista es clara: lo que sucederá será un hecho prodigioso, por lo tanto hay que prepararse, el que viene es el Mesías. El pueblo de Israel pensaba que las oraciones, los sacrificios y los actos de piedad propios del judaísmo eran suficientes para un cambio de vida. Pero aún no comprendían que la propuesta del Reino y la conversión se concretaban en la fidelidad a la Alianza, la relación fraterna, la práctica de la justicia y la ética en todos los ámbitos de la vida.
La intuición de Juan por sentir que viene alguien que es más poderoso que él no era un error. El hecho de desatar la sandalia de Jesús evoca la imagen de aquella ley del levirato: si una mujer quedaba viuda, el pariente más próximo debía casarse con ella para dar descendencia al difunto; y si no lo hacía, otro podía tomar su puesto (cf. Deut 25, 5). Juan vislumbra que Jesús tiene un derecho preferente ante el cual él debe ceder: “Jesús es el esposo que anuncia una alianza nueva”.
Juan predicó que para acoger al Mesías había que convertirse, lo que implica hasta hoy una renovación total del cómo nos vinculamos. Esa renovación exhorta a los que ostentan el poder para que manifiesten una actitud más honesta y que no dé lugar a la corrupción. A los esposos, para que vivan en fidelidad y en diálogo permanente sobre la base del respeto y el amor; a los jóvenes, para que conserven la grandeza de ánimo y cultiven una vida con Dios; a los que mucho poseen, para que compartan con quienes poco tienen.
¿Qué debemos hacer? Solo una actitud sincera nos puede llevar a revisar nuestra vida y conducta. Sin duda que mucho falta para vencer las barreras del egoísmo. Dejarnos invadir por la dulzura de este Niño de Dios humaniza la vida y el cómo nos vinculamos.
“Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias” (Lc 3, 16).
P. Fredy Peña T., ssp