Valorados amigos y amigas, estamos llegando a fines de marzo y, en Latinoamérica, pero también en otras partes del mundo, existen acontecimientos que nos desaniman. Más de una vez nos sentimos desamparados. Por ejemplo, cuando vemos en tantos países una gran falta de líderes positivos tanto de derecha, de izquierda como liberales. Vemos cómo las mafias, especialmente del narcotráfico, están instaladas en grandes sectores de la sociedad, incluso dentro de los gobiernos. Además, encontramos que en muchas parroquias y diócesis las cosas no andan bien y que estos problemas también acontecen en las demás iglesias reformadas y en otras religiones. Asimismo, los problemas sociales subsisten sin atisbos de mejoría como: la falta de trabajo, los sueldos bajos, la pobreza no se resuelve o, al contrario, aumentan. Podríamos incluso señalar situaciones personales angustiantes a las que no les encontramos la solución. Sin duda, que quisiéramos claudicar y quedarnos debajo de un árbol tomando una copa de vino francés, olvidándonos de todos los problemas.
Es decir, la vida a veces se nos presenta como un absurdo, como un sinsentido. Tanto que algunos filósofos existencialistas expresaban la vida como una náusea, como la nada, como un vómito (con perdón de los lectores). Pero como la esperanza es lo último que se pierde, les invito en esta cuaresma a vivir con renovada esperanza.[1]
Sabemos que los seres humanos vivimos pensando en el futuro y, frecuentemente, creemos que el futuro será mejor. El pensar un mañana superador del presente nos guía hacia la realización de algo bueno y posible. Creemos que lo que todavía falta, lo inacabado, lo que anda mal puede mejorar. Esta esperanza, sin duda, tiene capacidad transformativa y amplía nuestro horizonte en lugar de restringirlo. Pero, para que este panorama cambie efectivamente, uno debe ser actor no mero espectador. No imaginar que los cambios nos llegarán en una caja de Amazon. Si tenemos real esperanza no nos resignaremos a llevar una vida de perros, o aceptar la corrupción, quedando en la resignación o el puro lamento. Al contrario, a partir de lo bueno posible iremos buscando lo mejor. Esta actitud nos debe llevar a compromisos bien concretos: trabajar por la paz, defender el medio ambiente, hacer política con capacidad y honestidad, lograr que las parroquias se abran a toda la comunidad, etcétera.
La esperanza cristiana potencia nuestra esperanza humana y viene en nuestra ayuda. Les confieso que a mí me admira cómo suele resurgir la esperanza aun en medio de las crisis más grandes y me alegro que así sea. La esperanza cristiana nos dice: “Dios quiere nuestro bien y nos ayuda a lograr lo bueno. Los santos han sido personas de una gran esperanza incluso en situaciones muy críticas”. Por eso, esta implica vivir confiando en la bondad de Dios. En efecto, confianza y esperanza suelen ir de la mano. Así, la esperanza cristiana produce la confianza, cuyo fundamento es Dios. Nos sostenemos en Él y esperamos que Jesús bendiga nuestros proyectos. Podemos decir que el amor confiado es el origen de la teología de la esperanza. Porque solo así, la esperanza da fuerza al hombre y a la mujer para continuar en las obras de Dios a pesar de momentos de esterilidad y penurias, de pérdidas y ruinas, de intrigas y persecución. La regla de oro de la ética cristiana es fiarse siempre en Dios, porque eso nos permite ser buenos instrumentos en sus manos. Termino con una frase del valorado Julio Cortázar: “la esperanza es la vida misma defendiéndose”.
Les comparto algunas preguntas:
Andrés R. M. Motto, CM.
andresmotto@gmail.com
[1] Cf. BLOCH, Ernst. El principio esperanza. Madrid. Trotta. 2007.