La solemnidad del “cuerpo y sangre de Cristo” nos hace revivir la presencia real de Cristo en la eucaristía y nos recuerda la nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo. Es signo de fraternidad.
Por no habernos acercado con frecuencia a recibir el cuerpo de Cristo. Por no haberlo hecho siempre con un corazón reconciliado y limpio. Por no haber sacado de ahí la fuerza para amar a los hermanos.
Los bienes de la tierra son creaturas de Dios y por eso él los acepta del hombre; y sirven como “signos” de su relación con él.
Pablo nos presenta el primer relato del Nuevo Testamento sobre la eucaristía, como memoria viva de Jesús hasta que vuelva.
El relato de la multiplicación de los panes encaja bien en la liturgia de hoy y es releído en clave eucarística: Jesús toma el pan, lo bendice y lo parte, lo entrega. Jesús solicita nuestra cooperación para continuar compartiéndolo con la gente.
Con los dones del pan y del vino, presentamos nuestra vida, la de nuestros hermanos, sus esperanzas y sacrificios, para que el Señor los transforme con su amor compasivo.
Dice el Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mi y yo en él”. No rompamos esa promesa con nuestros pecados.
Nos hemos alimentado del mismo pan, hemos bebido del mismo cáliz, hemos oído la misma palabra, junto al mismo altar; vayamos ahora a anunciar con la vida que somos hermanos, que Dios nos ama y ama a todos.