P. Fredy Peña Tobar, ssp.
En el ámbito bíblico, la palabra parusía es equivalente a decir apocalipsis o revelación, epifanía o manifestación, o día del Señor; esto, de acuerdo con el mensaje primitivo que proponía estos tres elementos ligados a la propia Resurrección del Señor y a su Segunda Venida (Cf. 1Tes 4, 13-18; 2Tes; 1Cor 15). En un sentido ordinario del término, la palabra parusía significa «presencia» o «llegada». Sin embargo, fue en el período helenístico (323-31 a. C.) que tomó un sentido técnico político y religioso: el primero indicaba la entrada festiva en la ciudad de algún soberano, rey o emperador acompañado de su séquito y siendo recibido por las autoridades y el pueblo con solemnidad; y el segundo señalaba la presencia o manifestación de una divinidad. San Pablo se vale de este carácter de fiesta y alegría que tenía en el ámbito político para anunciar en 1Ts 2, 19 que la parusía tiene su correlación con la Segunda Venida del Señor. Es decir, el Apóstol vincula la parusía con la presencia del Señor: el que vino por medio de la encarnación, volverá en la parusía. Su séquito serán los ángeles y santos; su magnificencia, la gloria del Padre; su función, juzgar y regir. Al encuentro del Señor llegarán aquellos que fueron fieles a su palabra y cuyo retorno será un día de gozo y triunfo.
En pleno siglo XXI, quizá esta concepción del término parusía puede parecer anacrónica y sin sentido, pues en una sociedad secularizada la posibilidad de una Segunda Venida del Señor con el premio de la Vida eterna se diluye en el descrédito de lo que hasta ahora ha enseñado la Iglesia. En tiempos del Apóstol se hablaba de las señales de este acontecimiento y que hoy perfectamente, creyentes o no, podemos constatar: el deseo del hombre de ser como Dios, es decir, «yo soy el punto de referencia, decido y discierno según mis propios criterios»; y también, el rechazo de la verdad del evangelio, o sea, hay que rechazar o reinterpretar el evangelio, porque los tiempos han cambiado y por tanto no es el hombre el que se adecúa a las enseñanzas del evangelio sino al revés, lo que se denominaba como apostasía. Pero en el otro lado de la vereda, el mundo creyente también discierne estas enseñanzas de san Pablo. Conscientes de que los contextos que vivimos difieren del tiempo del Apóstol, la fe en esta creencia se fragua e incluso se «duda» sobre qué nos quiere decir esa Segunda Venida, qué implica y qué consecuencias conlleva.
Para la comunidad de los tesalonicenses, la parusía se aguardaba con gran expectación porque había ansias de «aquel día feliz», pero también deseaban saber cuál sería la suerte de sus seres queridos que habían muerto. ¿Cuándo se cumplirá? ¿En qué momento? ¿Cuáles serán las señales que evidencien esa Venida? Estos interrogantes se hacían en la comunidad y echaban de menos una respuesta perentoria. La verdad es que al igual que la comunidad de Tesalónica, hoy tampoco se puede establecer un dato fiel de cuándo y cómo sucederá esta venida del Señor por segunda vez. Los que hoy pregonamos esta noticia, la creemos por fe, pero certezas del momento en que ocurrirá, no tenemos. No obstante, la sociedad de hoy parece no estar preocupada por estas cosas, porque simplemente hay otras que son más atinentes y apremiantes, como el cambio climático, los derechos humanos, la guerra financiera entre EE. UU. y China, los estallidos sociales a nivel del Cono Sur, orquestados por Cuba y Rusia probablemente, o la lucha por la libertad de género, etcétera. En medio de estas tensiones no hay espacio para pensar en otra posible vida más allá de este mundo o por lo menos intentar trascender en este mundo que solo ve el «aquí y ahora», gritando constantemente que después de esta vida no hay otra y por tanto «bebamos y comamos, que mañana moriremos».
Creer que se puede tener respuesta para todo y que todo tiene una respuesta es una quimera, y así lo entendió el Apóstol de los gentiles, porque todo lo que él anunció acerca de la Segunda Venida estaba teñido de una urgencia inminente. Más que inminencia temporal de días o de años, san Pablo se refiere a un dinamismo transformador de la esperanza cristiana, que se traduce en una actitud de firmeza, vigilancia, expectativa de que el Señor de la historia viene ahora. Es como dice Jesús: «estar preparados porque el día del Hijo del hombre llegará como aquel dueño de casa que no sabe cuándo vendrá el ladrón…». Es decir, aquellos que esperan y saben esperar, mantienen la actitud de quien aguarda a un hijo que está por nacer o de quien se prepara para recibir a aquel amigo que no ve en muchos años o de quien espera las noticias de un ser querido que se dio por perdido, así viene el Señor, su llegada puede darse en un abrir y cerrar de ojos.
En más de una ocasión, la consigna comamos y bebamos porque mañana moriremos… se ha escuchado como una afirmación de que después de esta vida no hay otra y, por tanto, no hay que perder el tiempo. Quizás la vida de los que viven como si Dios no existiera, es decir, de los que saben que existe Dios, pero les da lo mismo su existencia o, lo que es peor, de los que incluso creyendo llevan una vida que no se condice con los criterios de Dios, no es tan distante del pensamiento de los propios tesalonicenses. Estos, a pesar de las instrucciones morales dadas por el Apóstol de los gentiles, no eran lo suficientemente eficaces para que hubiera un cambio de vida, de transformación personal y comunitaria de los propios tesalonicenses.
En medio de esta «vigilante espera», los tesalonicenses son llamados a dejar sus conductas viciosas, el desenfreno sexual (porneia, en griego), la codicia y otros vicios de la época, que en el fondo son las mismas miserias humanas de nuestro tiempo, pues solo confirman y ponen al descubierto la condición de precariedad o debilidad del hombre. San Pablo no es que quiera reducir la moral cristiana a una cuestión sexual, pero era evidente que, en la sociedad de aquel tiempo, el desenfreno y la promiscuidad sexual manifestaban señales de una corrupción generalizada. No obstante, el Apóstol coloca las cosas en su lugar y para él la vivencia cristiana de la sexualidad tiene un ámbito: el matrimonio y el conocimiento de Dios, que implica el amor fraterno y confiere una dignidad sagrada a esa unión.
Cada vez son menos los que esperan «algo» de Dios. De una u otra forma, nuestra cultura ha venido perdiendo su fe o ya casi no la tiene. Cada vez son menos los que creen, pero al mismo tiempo son menos los que no esperan nada de nadie ni menos de Dios. En medio de una sociedad sin Dios, esta tendencia se acentúa y el gran peligro que corremos es que el hombre pierda su capacidad de «confiar», de transformar la realidad y de que pueda llegar a ser un hombre de bien. Ahora, ¿será posible y plausible vivir en medio del estiércol y el barro, pero sin necesidad de ensuciarse? En este sentido, los hombres de esperanza siempre terminan dándose una oportunidad más en la vida, aunque otros ya cedieron a la consigna aquella de que después de esta vida no hay otra y, por tanto, se rindieron a su ego y presunción.
Ante la expectativa de la inminente Venida del Señor, según la creencia de los tesalonicenses y el fervor de san Pablo, la comunidad creyente comienza a preguntarse por sus difuntos que habían partido de este mundo. ¿Qué suerte correrían estos? ¿Resucitarían también? Preguntas legítimas en el mundo de los afectos, sobre todo cuando se experimenta la partida de un ser querido. A raíz de esta inquietud, el Apóstol comienza a reemplazar la tristeza por la esperanza cristiana, y explica: «los que han muerto irán también al encuentro glorioso con el Señor». Es decir, la gran confesión de la fe cristiana —el Padre que resucitó a Cristo— hará otro tanto con aquellos que le han sido fieles. Así, los que aún vivamos, los que quedemos, seremos llevados con ellos al cielo, sobre las nubes, al encuentro de Cristo, y así permaneceremos con el Señor para siempre (1Tes 4, 17).
Es posible que el itinerario de la Venida del Señor por segunda vez y la propia resurrección presentada por san Pablo adolezcan de falta de racionalidad y credibilidad para nuestro tiempo. Las razones pueden ser muchas, desde la falta de fe, los prejuicios surgidos a partir de los abusos por parte de los pastores de la Iglesia hasta su crisis de institucionalidad y credibilidad. No obstante, en un mundo que vive de lo inmediato, de lo que puede ver, tocar, sentir en el aquí y ahora, los conceptos de Segunda Venida del Señor, Resurrección o Vida eterna quizás no representen nada. En este sentido, tampoco el Apóstol de los gentiles quiso imponer su fe y las exigencias de esa fe, pero si hubo algo que a un con glomerado de la comunidad de tesalónica los hizo «despertar» fue el aferrarse a una ilusión o cambio de vida. En ese sentido, la fe de san Pablo en el Cristo resucitado provocó un estado de esperanza. Él motivó esos corazones sumidos en la desilusión, desesperanza y el pecado para dar cabida al Dios de la vida, que solo quiere el bien para sus hijos.
Este llamado a hacer el bien no es dirigido únicamente a los buenos, creyentes o no, cristianos o no. Dios los quiere a todos, por eso la exhortación del Apóstol toma un carácter universal y pide que permanezcan «atentos» y «vigilantes». La salvación a la cual Jesús en su momento hizo tanto hincapié es un don, y como tal tiene que ser aceptado en conciencia y libre de todo prejuicio. Aquella vigilia o espera ha de traducirse en un compromiso que manifieste obras de la luz o como el Apóstol denomina a cada creyente: «ciudadano de la luz». Es decir, quizá lo que más debiéramos valorar es que lo importante no es tener certeza de si vamos a estar vivos o muertos cuando el Señor venga por segunda vez, sino que «vivamos siempre con él», o sea, el «ahora». Ello, para humanizar la convivencia en todas sus dimensiones, compartir gestos de amor que aún nos reservamos, ser bastión para los inseguros, donar nuestro tiempo perdido y vacío de contenido, hacer aquellas cosas que nunca hicimos por temor, valorar y disfrutar los tiempos con la familia y fortalecer la vida afectiva que tanto bien hace. Hemos de vivir sumergidos en el amor para valorar la vida en su conjunto y lo más importante para las personas —creyentes o no— que son llamados por Dios a vivir en la esperanza cristiana o día del Señor.
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Hermosa reflexión que nos muestra la realidad de nuestra sociedad y por otro lado la esperanza de que Jesús está con y en nosotros.