San Francisco Javier, al salir de Japón camino hacia la India en 1551, deja más de dos mil japoneses bautizados, y treinta años después son más de ciento cincuenta mil. El emperador Taickoama ordena una cruel persecución contra los cristianos, pues aquella religión extranjera tiene una gran influencia en el pueblo. Son capturados 26, entre jesuitas –los religiosos más numerosos en el país, destacándose entre ellos Pablo Miki, el primer sacerdote jesuita japonés–, franciscanos, con Pedro Bautista a la cabeza, y seglares, incluidos un niño de 13 años y otro de 11. El emperador, para escarmiento de los otros cristianos, los pasea por varias ciudades cargados de cadenas y sometidos a terribles suplicios, camino hacia el cerro de Nagasaki, donde los esperan 26 cruces. Los atraviesan con lanzas, mientras cantaban alabando a Dios por la gracia del martirio sufrido ante una multitud de católicos. Y una vez más, “la sangre de los mártires fue semilla de cristianos”, pues, en lugar de disminuir, aumentan.