María es saludada por el Ángel: «Alégrate, llena de gracia…». La expresión «alégrate» es un llamado a las alegrías mesiánicas anunciadas por los profetas. Es decir, es invitada a una tarea especial y única: «ser la Madre de Dios». El hecho acontece en el tiempo del rey Herodes y en un lugar concreto: Nazaret, pequeña aldea sin importancia para el judaísmo centralista de Jerusalén, sino absolutamente lo contrario, la «periferia»: la coordenada espacial que Dios ha querido elegir para su Encarnación y que se da en una joven mujer.
María es novia comprometida con José, en un periodo jurídico llamado, el «desposorio». Todo está arreglado para que sean marido y mujer, pero por ahora cada uno vive en su casa, guardándose fidelidad. El modo como Jesús fue concebido muestra, por una parte, la novedad con que Dios obra en la historia; y, por otra, ser considerado hijo adoptivo de José y descendiente del rey David. Es cierto que la Virgen María es una «privilegiada», pero no solamente ella lo es, porque cuando Dios encomienda una misión, otorga la «gracia» necesaria para llevar a cabo su proyecto de vida. Por eso sus hijos adoptivos –los creyentes– no estamos relegados del don de Dios o de su gracia, porque Jesús con su encarnación nos abre el camino hacia la vida con Dios.
Sin duda que son dos los personajes que sobresalen: «la Palabra» y «María». Esta última representa a la porción de la humanidad que pese a la marginación e injusticias de las autoridades socio-religiosas de su tiempo, confía, espera y está disponible al querer de Dios. Por su parte, la Palabra-Dios que se pronuncia crea, transforma y sin violentar la voluntad del creyente lleva a una adhesión y aceptación alegre de la voluntad divina, tal
como la de María: «Hágase en mí, según tu Palabra».
«Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1, 31).
P. Fredy Peña T., ssp
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