Lectura del segundo libro de Samuel.
David recibió esta noticia: «Todos los hombres de Israel están de parte de Absalón». Entonces dijo a todos sus servidores que estaban con él en Jerusalén: «¡Rápido, huyamos! Si Absalón se nos pone delante, no tendremos escapatoria. ¡Apúrense a partir, no sea que él nos sorprenda, que precipite la desgracia sobre nosotros y pase la ciudad al filo de la espada!». David subía la cuesta de los Olivos; iba llorando, con la cabeza cubierta y los pies descalzos. Todo el pueblo que lo acompañaba también llevaba la cabeza cubierta, y lloraba mientras subía. Cuando el rey llegaba a Bajurím salió de allí un hombre del mismo clan que la casa de Saúl, llamado Simei, hijo de Guerá. Mientras salía, iba lanzando maldiciones, y arrojaba piedras contra David y contra sus servidores, a pesar de que todo el pueblo y todos los guerreros marchaban a la derecha y a la izquierda del rey. Y al maldecirlo, decía: «¡Fuera, fuera, hombre sanguinario y canalla! El Señor hace recaer sobre ti toda la sangre de la casa de Saúl, a quien tú has usurpado el reino. ¡El Señor ha puesto la realeza en manos de tu hijo Absalón, mientras que tú has caído en desgracia, porque eres un sanguinario!». Abisai, hijo de Seruiá, dijo al rey: «¿Cómo ese perro muerto va a maldecir a mi señor, el rey? ¡Deja que me cruce y le cortaré la cabeza!». Pero el rey replicó: «¿Qué tengo que ver yo con ustedes, hijos de Seruiá? Si él maldice, es porque el Señor le ha dicho: “¡Maldice a David!”. ¿Quién podrá entonces reprochárselo?». Luego David dijo a Abisai y a todos sus servidores: «Si un hijo mío, nacido de mis entra¬ñas, quiere quitarme la vida, ¡cuánto más este benjaminita! Déjenlo que maldiga, si así se lo ha dicho el Señor. Quizá el Señor mire mi humillación y me devuelva la felicidad, a cambio de esta maldición que hoy recibo de él». David siguió con sus hombres por el camino, mientras Simei iba por la ladera de la montaña, al costado de él; y a medida que avanzaba, profería maldiciones, arrojaba piedras y levantaba polvo. Palabra de Dios.
Comentario: Las lágrimas de David so¬bre el Monte de los Olivos evocan las de Jesús cuando, encontrándose en el mismo lugar, vio la ciudad de Jerusalén y se sintió invadido de la pena. David de alguna forma también, ante la arremetida de Absalón y las amenazas de la tribu de Benjamín, intuye y ve su perdición. No obstante, ante tales afrentas, mantiene la fortaleza de ánimo, humildad y confianza en Dios.
R. ¡Levántate, Señor, sálvame!
Señor, ¡qué numerosos son mis adversarios, cuántos los que se levantan contra mí! ¡Cuántos son los que dicen de mí: «Dios ya no quiere salvarlo»! R.
Pero Tú eres mi escudo protector y mi gloria, Tú mantienes erguida mi cabeza. Invoco al Señor en alta voz, y Él me responde desde su santa Montaña. R.
Yo me acuesto y me duermo, y me despierto tranquilo porque el Señor me sostiene. No temo a la multitud innu¬merable, apostada contra mí por todas partes. ¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío! R.
Aleluia. Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo. Aleluia.
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos.
Jesús y sus discípulos llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos. Apenas Jesús desembarcó, le salió al encuentro desde el cemente¬rio un hombre poseído por un espíritu impuro. Él habitaba en los sepulcros, y nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas. Muchas veces lo habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo. Día y noche, vagaba entre los sepulcros y por la montaña, dando alaridos e hiriéndose con piedras. Al ver de lejos a Jesús, vino corriendo a postrarse ante Él, gritando con fuerza: «¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo de Dios, el Altísimo? ¡Te conjuro por Dios, no me atormentes!». Porque Jesús le había dicho: «¡Sal de este hombre, espíritu impuro!». Des¬pués le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?». Él respondió: «Mi nombre es Legión, porque somos muchos». Y le rogaba con insistencia que no lo expulsara de aquella región. Había allí una gran piara de cerdos que estaba paciendo en la montaña. Los espíritus impuros suplicaron a Jesús: «Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos». Él se lo permitió. Entonces los espíri¬tus impuros salieron de aquel hombre, entraron en los cerdos, y desde lo alto del acantilado, toda la piara –unos dos mil animales– se precipitó al mar y se ahogó. Los cuidadores huyeron y difundieron la noticia en la ciudad y en los poblados. La gente fue a ver qué había sucedido. Cuando llegaron adonde estaba Jesús, vieron sentado, vestido y en su sano juicio, al que había estado poseído por aquella Legión, y se llenaron de temor. Los testigos del hecho les contaron lo que había su¬cedido con el endemoniado y con los cerdos. Entonces empezaron a pedir a Jesús que se alejara de su territorio. En el momento de embarcarse, el hombre que había estado endemoniado le pidió que lo dejara quedarse con Él. Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: «Vete a tu casa con tu familia, y anúnciales todo lo que el Señor hizo contigo al compadecerse de ti». El hombre se fue y comenzó a proclamar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho por él, y todos quedaban admirados. Palabra del Señor.
Comentario: A veces la propia vida puede ser un tormento como la de este endemoniado. Un tormento que nos ciega al pecado y nos daña. La intervención de Jesús en la región de Gerasa busca salvar al endemoniado, pero este no lo aceptó. Sin duda, que la presencia de Cristo, para algunos, perturba cuando el pecado nos mantiene alejados de él. Y puede suceder que también le pidamos que se aleje, en lugar de querer sanarnos. Parecería que la visita de Jesús es casual, por pura coincidencia. Sin embargo, para él es la salvación de nuestra alma y todavía nos dice: «No son los sanos los que necesitan de curación, sino los enfermos».