Mis queridos lectores, nos estamos acercando a las fiestas de Navidad. Siempre se dice que ellas nos ayudan a renovar nuestra fe. Sin duda este es un tiempo propicio para ello. Por eso, les hago la siguiente pregunta ¿Para qué sirve la fe?… Sin temor a equivocarme: “para muchas cosas”. Sin embargo, me quiero detener en una: la fe ayuda a dar sentido a nuestra vida. Esta vida tantas veces contradictoria y laberíntica. Más allá de todas las urgencias económicas y sociales, el ser humano sigue buscando un sentido para su vida (que a veces se hace más fuerte con el paso de los años). También se anhela tener un ideal. Pero lo del ideal lo dejamos para enero. Alguno me dirá: “¿Realmente piensas Andrés que las personas de hoy se cuestionan por el sentido de la vida?” Repito, más allá de los enormes problemas de América Latina que nos obligan a pasar largas horas en cuestiones coyunturales, yo sigo viéndolo. Es claro que hay gente más profunda que otra (realidad fácilmente constatable) o que buena parte de los Medios de Comunicación Social excluyen o proscriben el nombre de Jesús, haciendo más difícil un cuestionamiento religioso del sentido de la vida. A pesar de todo esto, en algún momento la persona se hace este cuestionamiento. Por ejemplo, me acuerdo de un abogado amigo, ya con algunos años, que con frecuencia me hace preguntas sobre este tema y que aún no termina de plantearlas.
Asimismo, en la práctica, cada persona vive a partir de un proyecto de vida que le da sentido a la suya. Un proyecto explícito o implícito. Por el contrario, constatamos con cierta frecuencia que el ser humano que no puede encontrar un sentido a su vida lleva una existencia angustiosa. Por eso creo que uno de los grandes servicios de la fe cristiana a los seres humanos es que les formula esta cuestión, los confronta y les da una respuesta.
La pregunta ¿Para qué vivimos? ¿Para qué vine a este mundo? suele encontrar un campo más abarcador en la historia. Entendiéndola como aquel proceso en el cual las personas van modificando el mundo externo, pero también algo cambia en ellos mismos. Además, la historia se abre a una dimensión temporal muy particular: el futuro. Pensamos que en el futuro, finalmente, se darán las posibilidades para plenificar la vida.
Muchas veces la fe ayudó a pensar un futuro mejor. Tanto un futuro pleno y feliz con el paso a la ultratumba, como a sostener proyectos dignificantes en esta vida. Claro que en esto no tenemos el monopolio. La búsqueda de un futuro nuevo, mejor y más justo lo promueven también muchos ateos. Lo cual me alegra. Pero creo que el cristianismo tiene una pequeña ventaja. Porque no sólo buscamos un futuro mejor hacia adelante, sino hacia arriba en la vida plena. Es cierto que en otra época hubo en algunos autores cristianos una cierta devaluación de la vida en esta dimensión, que la entendían sólo como una prueba para la vida eterna. Pero la teología cristiana católica hoy está lejos de tal propuesta. Ya hace bastantes años que la teología afirma el valor de lo terreno y por tanto el derecho de llevar una vida plena aquí. La cual se plenifica en el cielo. Estas dos dimensiones de una sola vida no compiten entre sí.
Al hacer una seria teología de la historia descubrimos que ella no es una línea recta disparada al futuro. Muchas veces hay retrocesos, cristalizaciones, de las cuales se debe salir. Incluso sabemos que la actuación del Dios vivo y verdadero no se funde con los ejércitos más fuertes o con los dueños hegemónicos del poder. Al Dios bíblico se lo encuentra frecuente y amorosamente con los que han perdido, con los que han llegado tarde, con los que son tan débiles que no hacen ninguna revolución porque no pueden. El futuro del Dios bíblico no es sólo el futuro hacia adelante, sino hacia arriba. El porvenir más originario es un advenimiento, es decir, el futuro que llega sin que el hombre lo haya planificado y nos sobreviene como algo originario y pleno. Justamente, en este tiempo de adviento, viene bien recordar esta verdad. Un Dios que se hace hombre y nos enseña a cómo convivir. Un Dios que nos dice que además hay otra vida aún más plena para cada uno cuando termine su vida terrena. Esto da sentido a nuestra vida, a nuestras luchas por nobles ideales. La fe nos dice, por ejemplo, que el poder escabroso de los narcotraficantes no es la última voz de la historia.
Por eso, el cristianismo propone un futuro que se vive en tensión hacia adelante. A veces con la pena de que la maldad hace que la vida en la tierra sea muy por debajo de como Dios la pensó. Pero como decía Leopoldo Marechal: “…del laberinto se sale hacia arriba”. Es decir, unimos estos dos elementos del futuro adelante y arriba, los cuales son distintos, pero inseparables. Y la verdad es que perder una de estas dimensiones produciría un cristianismo de baja calidad. Y en ese sentido, la humanidad repetidamente intentó cambiar la historia. De hecho, nuestra vida del siglo XXI en muchos aspectos es mejor que en siglos pasados. Pero también, nuestra historia contiene grandes errores que hace que todavía el número de excluidos en la tierra sea demasiado escandaloso. A veces, nuestra historia personal también es una serie de aciertos y fracasos. Ya que nadie puede sustraerse por completo al mal, ni pensar que tiene la exclusividad del bien. El sentido de la vida que nos otorga la fe nos da fuerza para seguir, porque tenemos una ayuda que nos llega “de lo alto”. Dios nos hace un ofrecimiento que llena de sentido nuestras vidas. La categoría de “sentido” si la pasamos a lenguaje bíblico, sería “promesa”.
Caros lectores, me despido hasta el próximo mes, deseándoles a todos y a todas un: ¡Bendito resto de Adviento y una bella Navidad!
Andrés Motto, CM