Este domingo hemos de considerar a Jesús en su condición de Hijo de María; a la Virgen en su condición de madre y esposa; a san José como padre adoptivo de Jesús y esposo de María. Todo lo que acontece en la Sagrada Familia evoca las virtudes domésticas que reinaban en su entorno: la fe, la fidelidad, el trabajo, honradez y el respeto mutuo entre marido y mujer y entre padres e hijos. Sin embargo, más allá de estas virtudes, los padres de Jesús cumplen con lo prescrito en el (Lev 12, 3-4): al octavo día, el niño debía ser circuncidado y treinta días después se procedía al rito de la purificación, ligado al culto.
José y María son personas pobres; por tanto, el sacrificio que ofrecen a Dios es todo lo que los pobres tienen para dar: un par de tórtolas y dos pichones. De este modo, en la persona de sus padres, Jesús se presenta a la humanidad y a Dios como pobre. Y en las palabras del anciano Simeón y Ana, las esperanzas y anhelos de todos los sufrientes encuentran una «respuesta». Es decir, ambos representan a todas las personas que, en el pasado y hoy, esperan días de consolación.
Por eso Jesús es la realización de la esperanza de todos los pobres del mundo, porque es la luz para iluminar a las naciones y, al mismo tiempo, signo de contradicción. Suscita divisiones, porque ante su Palabra nadie queda indiferente y sus interlocutores deben tomar una decisión: «estar con Cristo o no». Como María y José, que se deciden por el proyecto de Dios. Ambos tienen algo que hoy se ha perdido, la fe y confianza en Dios. Por tanto, ¿qué tiene de particular la Sagrada Familia? Que, a pesar de las dificultades, no renuncian al amor, a la generosidad, a la abnegación de sí mismos, a la atención del otro, es decir, todos buscan la santidad de vida y la voluntad de Dios.
«Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción» (Lc 2, 34).
P. Fredy Peña T., ssp
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