A continuación, la homilía pronunciada por Mons. Celestino Aós, Arzobispo de Santiago, durante la misa online de Domingo de Ramos.
“Jesucristo era de condición divina, o sea Jesucristo es verdadero Dios. Se anonadó a sí mismo encarnándose haciéndose hombre. Vivió “como uno de tantos, semejante a nosotros en todo menos en el pecado”. Y aún se humilló más: Se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte, y la afrentosa muerte en cruz.
En la semana santa, y en la vida de cada cristiano ¡Cristo en el centro! ni los ramos, ni las escenas de pasión, ni las procesiones nos pueden distraer; nos las entrega la Iglesia y nos las entregaron nuestros mayores como una ayuda, un camino: queramos o no, estamos ante la cruz: por nosotros y por nuestra salvación, por nuestros pecados murió Jesucristo. Porque nos ama, y para manifestarnos que Dios Padre nos ama: “tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo no para condenarlo sino para salvarlo…” Estos son los misterios santos que celebramos; y este año no podemos estar juntos en los templos. Me siento unido a tantos cristianos que están encarcelados por su fe, a tantas mujeres y varones que están en los hospitales, a tantos que viven en sitios alejados donde no llega un sacerdote que celebre la eucaristía, a tantos médicos y personal sanitario, a tantos que están viajando, a tantos que cuidan del orden público y de nuestra seguridad, a los privados de libertad. Ellos no pueden juntarse en un templo o capilla… ¿Será que para ellos no hay Semana Santa? ¿Será que Dios los abandona precisamente cuando más necesitan su cercanía y la nuestra? No, cada uno de ellos, cada uno de nosotros en nuestras casas, nos preguntamos ¿cómo voy a celebrar yo estos días, esta Semana Santa? Podemos mirar la televisión o escuchar la radio, pero lo importante es que miremos a nuestra familia, que miremos nuestro propio corazón.
Miremos el Corazón de Jesús, porque no nos salvan sus dolores, sus suplicios; nos salva el amor con que muere. Jesucristo muere en entrega y amor al Padre: Padre en tus manos encomiendo mi espíritu. Las mujeres miraban desde lejos; vieron cómo José de Arimatea tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había hecho cavar en la roca, después hizo rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro y se fue. María Magdalena y la otra María estaban sentadas frente al sepulcro.
Porque Jesús murió amando, por eso Dios lo exaltó y lo hizo Señor, de modo que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos y toda lengua confiese que Jesús, este Jesús que nació de la Virgen María, este Jesús al que aclamaron con ramos, este Jesús que murió en la cruz, es el Señor, para gloria de Dios Padre. En el calvario mismo, apenas Jesús muere, el centurión romano reconoce “Verdaderamente, este era Hijo de Dios” Y lo proclamamos nosotros hoy: Jesucristo es el Hijo de Dios, Jesucristo es el Señor.
Sólo quienes tienen el Espíritu Santo pueden reconocer y proclamar en ese crucificado: al Hijo de Dios, al Señor Jesucristo. Y para celebrar esta Semana Santa, la iglesia nos hace rezar: “Concédenos recibir las enseñanzas de la Pasión”. Concédenos mirar y ver que Jesús no es un simple Maestro o Profeta, es Dios mismo que tomó carne del seno de la Virgen María.
Jesucristo resucitó y vive para siempre. La muerte ya no tiene dominio sobre Él. Está en medio de nosotros, fuente de vida y salvación. No vamos peregrinando con un cadáver, sino que seguimos a un Resucitado, al Viviente, al Señor de la Vida.
Concédenos recibir las enseñanzas de la Pasión: la Iglesia, nosotros los cristianos, recordamos lo que ocurrió hace más de dos mil años a Jesús de Nazaret. Pero nuestra celebración no se agota en el recuerdo; “Dios no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en el vivimos, nos movemos y existimos”.
Nuestra condición humana es frágil, dolorosa, mortal. Nos creemos tan sabios, tan poderosos, dominadores de la técnica, y basta un virus para cuestionar nuestras estructuras sociales, y aterrorizarnos con la enfermedad y la muerte. Jesús podía haber pasado por este mundo sin sufrir, siendo invulnerable, como ciertos superhéroes de película o ficción; pero Jesús asumió nuestra condición humana: frágil, dolorosa y mortal.
Estos días vemos cómo todos somos frágiles, susceptibles de enfermar y de morir. Los ancianos y los jóvenes, nuestros familiares y nuestros vecinos, nuestros compatriotas y los de todos los países del mundo, los ricos y los pobres, los famosos y los ciudadanos corrientes.
Pero nuestra condición humana está capacitada para la satisfacción y el gozo: ¡Cómo quisiéramos evitar o quitar el sufrimiento de los que amamos: queremos que no sufra ni nuestra esposa, ni nuestro esposo, ni nuestros hijos! Que no se enojen, que no se aburran, que no tengan miedo, que no se enfermen; y, si están enfermos, ¡cómo quisiéramos recuperarlos, darles la salud! Estos días ayudémonos a saborear los gozos sencillos: de una bebida o una comida, de una palabra, de una mirada, de una sonrisa, de un aplauso. Esa persona es un regalo de Dios para nosotros, y tiene destino de eternidad. Estamos llamados a compartir la gloria, la victoria de Jesucristo. Sí, nuestra condición humana está abierta a la trascendencia, a la comunión con la divinidad.
Los invito que en estos días tomen su Biblia y lean el relato de pasión de Jesús en algún de los cuatro evangelistas. 2020 Semana Santa de la reflexión, de la oración familiar, del encuentro con todos los demás a través de los medios. Hay tanto sufrimiento y pasión: sufrimiento que nos llega desde la naturaleza por la pandemia del coronavirus, o de los temblores o de la sequía; sufrimiento que nos llega a consecuencia de nuestra propia maldad: estallido social, contaminación, corrupción, etc.
Está la tentación de la irresponsabilidad: de no obedecer las indicaciones que se nos dan y, por sentirnos tan seguros, llevar el contagio y poner en peligro la salud y la vida de otros.
Está la tentación de encerrarnos en nosotros mismos o en nuestra familia buscando salvarnos solos: nadie nos vamos a salvar solos. Todos tenemos que colaborar para superar esta pandemia. Pero la semana santa nos vuelve a avisar y enseñar que nosotros los humanos podremos avanzar y salir de algunas de esas cosas, pero necesitamos un salvador. Jesús es el Salvador, Él es el que quita los pecados del mundo.
La cruz de Jesucristo, levantada entre nuestras cruces es la señal de que Dios sufre en todo sufrimiento humano. Ese Dios crucificado es nuestra esperanza. No sabemos por qué Dios permite el mal, el dolor. Y, aunque lo supiéramos, no nos serviría de mucho. Sabemos que Dios sufre con nosotros. Esto es lo decisivo, pues con Dios, la cruz termina en resurrección, el sufrimiento termina en dicha eterna.
Oremos con la liturgia: Concédenos recibir las enseñanzas de la pasión”.
Monseñor Celestino Aós
Arzobispo de Santiago