P. Fredy Peña T., ssp
La solemnidad de este domingo 7 de enero y que, popularmente, conocemos como «Día de Reyes», es una de las fiestas más populares del año litúrgico, pues en ella celebramos la manifestación de la salvación de Dios en Cristo Jesús a todos los hombres, pueblos y lugares. Contemplamos que toda la festividad navideña es una continua epifanía a los pastores, a los magos y al pueblo de Israel, donde Jesús desde niño va revelando su identidad: Hijo de David, Príncipe de la paz, el Salvador e Hijo de Dios.
El relato se caracteriza por confirmar que el lugar de origen definía de algún modo a las personas, ya que las familias eran depositarias del honor acumulado por sus habitantes ilustres y ese legado lo heredaban los que nacían en su terruño. Jesús ha nacido en Belén, la patria de David, no solo por su descendencia, sino porque vino al mundo allí y tal como lo presagiara el profeta Miqueas (5, 1). Además, este origen tiene un fin histórico doctrinal que puntualiza la vocación y respuesta del mundo pagano que acepta a Cristo frente al rechazo de los judíos.
Asimismo, la participación de los magos nos muestra un itinerario de fe, pues vienen de Oriente, piden ayuda para ser guiados por la estrella y adoran al Niño Dios. En ellos constatamos las primicias de los gentiles y la humildad sin ningún signo de realeza o mesianismo. Hoy, los que están alejados de Dios, los que han perdido la fe o los que buscan a Dios se sienten interpelados en la actitud de los magos, porque quieren encontrarse con Dios, pero no lo ven. Por eso, rescatar el sentido de la Epifanía no es, únicamente, tarea de los incrédulos, sino también de los que dicen creer. Por eso, por nuestra falta de fe, podemos quedarnos en la actitud hipócrita de Herodes, que finge ser piadoso, pero su corazón está lejos de los planes de Dios, porque ha rechazado el encuentro íntimo y personal con él.
«Al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra» (Mt 2, 11).
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