Cuando María visita a su prima Isabel (Lc 1, 39-45), se queda con ella tres meses. En esta lectura nos encontramos con un relato que nos revela lo bien que hace que alguien llegue de visita a una casa.
Un bonito recuerdo, que todos guardamos en la memoria, es de los tiempos de nuestra infancia, cuando jugábamos a las visitas con nuestros hermanos, vecinos y amigos. Improvisábamos un living, con mesita de centro y asientos de troncos o de cualquier cajón que sirviera. Teatralizábamos la situación y cada uno desempeñaba un rol específico, con actitudes y vestimentas “ad hoc”. Nos sentábamos a tomar “tecito” (agua helada con azúcar) en diminutas tacitas de plástico y entablábamos conversaciones de adultos, hasta que llegaba el momento de despedirnos con abrazos y besos e imitando a las viejas cuicas, decíamos, como despedida: “linda, rico tu té, regio tu marido”. Jugar a las visitas era entretenido.
Salvo raras excepciones, las visitas a una casa son siempre bienvenidas, sobre todo si son inesperadas y de familiares o amigos que no veíamos desde hace mucho tiempo. Los anfitriones se esfuerzan al máximo en ser acogedores y “atender bien”, porque es de gente decente hacerlo así. Ese comportamiento está presente en la costumbre de guardar vajilla, cubiertos, manteles, y otros elementos, para cuando lleguen visitas, porque “no puede ser, niña, por Dios, que quienes vengan a visitarnos, coman en la misma vajilla y usen los mismos cubiertos con los que comemos nosotros todos los días”.
Visitas valoradas: Por el nacimiento de una guagua, a un enfermo convaleciente o postrado, acudir a dar el pésame y acompañar a una familia en caso del fallecimiento de un ser querido, al hospital, a la cárcel, al hogar de ancianos y al cementerio.
La visita más apreciada, sin ninguna duda, es aquella en que, sorpresivamente, llegamos a la casa de nuestros padres o familiares ancianos. La alegría de sus rostros al abrazarnos es suficiente para darnos cuenta de que hicimos bien en destinar ese tiempo para compartir con personas que amamos y que, por circunstancias de la vida, están solos.
Para nosotros, los cristianos, una visita al sagrario es regalarnos un momento de amistad, serenidad y silencio frente a Dios. Jesús está siempre allí. Visitarlo es ir a ver a un viejo amigo y disfrutar de un momento de oración, meditación y paz.
Como María a su prima Isabel, hagamos visitas, convidemos a familiares y amigos a que nos visiten y vayamos, con frecuencia, a visitar a Jesús al sagrario. Nos hará muy bien. Siempre.
En Jesús, María y Pablo,
El Director