El mes de junio está marcado por significativas celebraciones litúrgicas: Ascensión, Trinidad, Corpus Christi y Sagrado Corazón de Jesús; pero, la más importante, luego de Navidad y Pascua, es Pentecostés.
La palabra proviene del latín pentecoste, y esta, a su vez, del griego pentecosté, que significa ‘quincuagésimo’, o sea, cincuenta días desde la resurrección de Cristo.
Es como el “cumpleaños” de la Iglesia. El Espíritu Santo desciende sobre aquella comunidad naciente y temerosa, infundiendo sobre ella sus siete dones, dándoles el valor necesario para anunciar la Buena Nueva; para preservarlos en la verdad, como Jesús lo había prometido (Jn 14,15); para disponerlos a ser sus testigos; para ir a bautizar y comunicar a todas las naciones la novedad del Evangelio.
Es el mismo Espíritu Santo que, desde hace dos mil años hasta ahora, sigue descendiendo sobre quienes creemos que Cristo vino, murió y resucitó por nosotros; sobre quienes sabemos que somos parte y continuación de aquella pequeña comunidad ahora extendida en el mundo; sobre quienes sabemos que somos responsables de seguir extendiendo su Reino de Amor, Justicia, Verdad y Paz entre los hombres.
Lo invocamos y le cantamos en los sacramentos: “Ven Espíritu Santo creador…” para que descienda sobre bautizados, confirmados, ordenados al sacerdocio, para que nos “llene” con su gracia, y en ese momento, el canto, junto con el olor del incienso, pareciera que nos transporta a otra dimensión.
Viviendo según el Espíritu de Dios, como reveló san Pablo, los frutos son numerosos: Amor, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo (Gál 5, 22).
Es el Espíritu quien da la vida. Nadie tiene fe si no es en el Espíritu. Si rezamos, si lo invocamos, si queremos dejarnos conducir por el Espíritu Santo de una manera habitual, si somos fieles a sus inspiraciones, nuestra vida será transformada. Siempre.
En Jesús, María y Pablo,
El Director