El deseo de todos para este año es que no continuemos viviendo en pausa, que la pandemia se haya ido definitivamente, que tengamos una vacuna contra el COVID-19 y que podamos, por fin, volver a la “normalidad”.
Nuestra vida posterior a esta experiencia ya no será la misma, porque ha cambiado drásticamente nuestra cotidianidad, generando un ambiente de vulnerabilidad económica, social y ecológica.
En todo el mundo se han vivido situaciones similares, que han dejado en evidencia que somos una gran familia universal y que nuestras diferencias son únicamente geográficas. Todos hemos sufrido, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión, edad o condición sociocultural y económica. El virus ha atacado a la criatura humana.
Las experiencias límites son las que nos obligan a cambiar nuestra manera de ser, actuar y relacionarnos. Y en esta nefasta situación hemos aprendido a valorar algo tan sencillo como salir a la calle libremente, saludarnos con un apretón de manos, un abrazo o un beso, además de brindarnos una sonrisa sin que una mascarilla nos cubra la mitad del rostro.
También hemos valorado la participación presencial en la Eucaristía de nuestra parroquia o capilla, lugares donde interactuamos, nos damos el abrazo de la paz y comulgamos, algo que no sucede en una Misa por televisión, radio o redes sociales.
Pero no seamos tan pesimistas, no todo ha sido angustia, desesperación y tedio, porque mientras los templos estaban cerrados hemos creado una Iglesia en cada hogar, para rezar cada día por las necesidades de todos. También la pandemia ha hecho emerger nuestro mejor espíritu solidario, ya que un gran número de hermanos y hermanas se han organizado para ayudar a los más desposeídos en sus necesidades básicas, creando grupos de apoyo, ollas comunes, albergues, reparto de alimentos e incluso de medicinas.
No todo está perdido. El virus no es un castigo divino. Es una oportunidad para pensar cuáles son nuestras prioridades en la vida, cómo estamos tratando a nuestros seres queridos y al planeta en el que vivimos. No perdamos la esperanza de un mundo mejor.
En Jesús, María y Pablo,
El Director