En nuestra celebración eucarística hoy nos orientamos hacia el Señor que nos ama con amor fiel y misericordioso.
Hoy pedimos perdón: por nuestras faltas de fidelidad al servicio de Dios, en familia, en el trabajo, en la Iglesia; por no creer realmente en el amor de Dios revelado en Jesús; por no amar concretamente a nuestros hermanos.
Pedimos por un mundo de justicia y paz, en el cual la Iglesia pueda servir al Señor con serena confianza.
El sentir del hombre se revela en su propia palabra. Estas palabras son un llamado a la sinceridad y a la prudencia.
Cristo ha vencido a la muerte. Fundado en esta convicción, el cristiano agradece a Dios, cierto de que sus fatigas no serán inútiles.
El árbol se reconoce por sus frutos. Así el cristiano se reconoce por el testimonio de su vida: activa, paciente y misericordiosa.
La ofrenda de los dones del pan y del vino sea signo de solidaridad con nuestros hermanos y manifestación de la providencia del Padre Dios.
En la comunión, Cristo se da a nosotros como el único bien capaz de saciar nuestra hambre y sed de Dios.
Volvemos a nuestras tareas cotidianas, reconfortados por la palabra de Dios que nos llama a una esperanza activa para testimoniar a Jesús en el corazón del mundo.