Las raíces de la solemnidad del Corpus Christi se remontan al siglo XIII. En 1215, ante quienes afirmaban la presencia simbólica y no real de Cristo en la Eucaristía, el Concilio Lateranense IV afirmó la verdad de la Transustanciación, que el Concilio de Trento de 1551 reafirmó definitivamente: con la consagración del pan y del vino se lleva a cabo la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su Sangre.
En Bélgica, tras las experiencias místicas de Santa Juliana de Cornillon, se estableció una fiesta local en 1247 en Lieja. Después de algunos años, en 1263, un sacerdote bohemio que había llegado a Bolsena se vio afligido por la duda sobre la presencia real de Jesús mientras celebraba la misa: durante la consagración de la Hostia rota salieron unas gotas de sangre que mancharon el corporal.
La noticia llegó rápidamente al Papa Urbano IV, que se encontraba muy cerca, en Orvieto, y pidió que le trajeran el corporal. La venerada reliquia fue llevada en procesión y se dice que el Pontífice, al ver el milagro, se arrodilló frente al corporal y luego se lo mostró a la población.
Después de este evento, el Papa Urbano IV decidió en 1264 extender la solemnidad del Corpus Christi a toda la Iglesia, mediante la bula Transiturus hoc mundo.
En ella se dice: “Que cada año, pues, sea celebrada una fiesta especial y solemne de tan gran sacramento, además de la conmemoración cotidiana que de él hace la Iglesia, y establecemos un día fijo para ello, el primer jueves después de la octava de Pentecostés. También establecemos que en el mismo día se reúnan a este fin en las iglesias devotas muchedumbres de fieles, con generosidad de afecto, y todo el clero, y el pueblo, gozosos entonen cantos de alabanza, que los labios y los corazones se llenen de santa alegría; cante la fe, tremole la esperanza, exulte la caridad; palpite la devoción, exulte la pureza; que los corazones sean sinceros; que todos se unan con ánimo diligente y pronta voluntad, ocupándose en preparar y celebrar esta fiesta. Y quiera el cielo que el fervor inflame las almas de todos los fieles en el servicio de Cristo, que por medio de esta fiesta y otras obras de bien, aumentando cada vez más sus méritos ante Dios, después de esta vida, se dé El mismo como premio a todos, pues para ellos se ofreció como alimento y como precio de rescate”.
Urbano IV también le pidió a Santo Tomás de Aquino que preparara los textos para el Oficio y Misa propia del día, labor que dio origen a himnos y secuencias que alimentan la devoción eucarística hasta el día de hoy. Pensemos en el Pange Lingua (y su parte final Tantum Ergo), Lauda Sion, Panis angelicus, Adoro te devote o Verbum Supernum Prodiens, textos que han sido musicalizados en diferentes momentos por los grandes compositores de música a nivel mundial.
Años más tarde, en el Concilio de Vienne de 1311, Clemente V dará las normas para regular el cortejo procesional en el interior de los templos e incluso indicará el lugar que deberán ocupar las autoridades que quisieran añadirse al desfile. Luego, en el año 1316, Juan XXII introduce la Octava con exposición del Santísimo Sacramento. Pero el gran espaldarazo vendrá dado por el papa Nicolás V, cuando en la festividad del Corpus Christi del año 1447, sale procesionalmente con la Hostia Santa por las calles de Roma.
Desde entonces, el Domingo de Corpus Christi es una ocasión magnífica para que la comunidad cristiana exprese el gozo de la presencia del Señor resucitado, que se hace presente en medio de su pueblo, a través de la Eucaristía. La fiesta “del Cuerpo y Sangre de Cristo”, nos invita a la acción de gracias por la celebración eucarística, como sacramento en el que Cristo Jesús ha querido quedarse como alimento para la vida de fe, haciéndonos comulgar con su propia Persona, con su Cuerpo y Sangre, bajo la forma del pan y del vino.