Ser testigos de la pasión y muerte de Jesús no es lo mismo que dar testimonio de su pasión y su muerte. Solo un grupo reducido de personas fue testigo de su muerte: los soldados romanos, el sumo sacerdote y algunos residentes en Jerusalén. Al pie de la cruz había pocas personas de fe: María, la madre de Jesús, otras mujeres y Juan, que a la posteridad fueron los que presenciaron la muerte de Jesús. Vieron que esta era más que una ejecución común y cruenta. Se trataba no de una muerte cualquiera sino de un acontecimiento de fe, que destruiría el pecado y transformaría la vida de las personas.
El relato de la muerte de Jesús no es solo un resabio de tristeza, puesto que manifiesta la gloria de Jesús, aquella que se caracterizó por haber amado hasta el fin. Al preguntar Pilato: “¿Entonces, tú eres rey?”, Jesús responde: “Tú lo dices, yo soy rey”. Cuesta comprender este aire de triunfo de Jesús, es decir, un hombre cuyo reino no se ve ni es proclamado como tal. ¡Cómo puede proclamarse rey! No obstante, en las palabras “Aquí tienen al hombre” encontramos al Jesús frágil, que lleva la corona de espinas y el manto de púrpura, como todo rey. Sin dejar su realeza, es el hombre por excelencia, porque va hasta la posibilidad extrema del amor, que es la hora de la pasión.
La cruz es el trono del rey donde no importa quiénes están a su “derecha” o a su “izquierda”, porque desde ahora, en el Reino de Dios, todos somos iguales. Antes de morir Jesús recita los versos del Salmo 22, que exclaman el grito desgarrador del hombre justo: “En tus manos encomiendo mi espíritu”. Sin duda, es un gran acto de confianza en su Padre. Por eso, en una hora tan decisiva, cuesta creer que Dios-Padre lo abandonara; al contrario, Jesús no muere sintiéndose abandonado por el Padre, sino que él se abandona en su Padre, que siempre tuvo, tiene y tendrá la última palabra de vida.
“Dijo Jesús: ‘Todo se ha cumplido’. E inclinando la cabeza, entregó su espíritu” Jn 19, 30.
P. Fredy Peña T., ssp