La solemnidad de la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo celebra un misterio importante de nuestra fe. Es un dogma que pone de relieve una verdad cristiana para quienes siguen a Jesús, pero también para toda una sociedad incrédula o que no logra entender este gran misterio. Se sabe que la devoción a María es uno de los aspectos más bellos de la piedad y parte esencial del verdadero espíritu cristiano.
La Asunción de María nos señala que Dios ve como algo de gran valor el cuerpo y el alma que forman a la persona humana. No obstante, si María fue tan extraordinaria, preguntémonos si personas comunes como nosotros podemos ser partícipes de algunos de sus privilegios, como tener una vida bienaventurada. La oración de la liturgia nos dice que sí, se puede aspirar a las realidades divinas a pesar de nuestro pecado; siempre y cuando nuestros actos se asemejen y alcancen la vida virtuosa que ella practicó.
Las palabras de María evocan hasta nuestros días aquella alegría que experimentó al levar a Jesús en su vientre: Desde ahora dichosa… Es una profecía que como cristianos debemos hacer vida. En el Magníficat, María expresa los sentimientos y actitudes de compromiso, esperanza y confianza en el poder de Dios; por lo tanto, ella es portavoz cualificada de los discípulos de Jesús y de los pobres que esperan atención. Es un signo de esperanza para la Iglesia y sello innegable de que tomaremos parte en la resurrección de Cristo. Es cierto que Jesús, por ser Dios, está en el cielo; pero ¿qué sucede con nosotros? En este sentido, María, sin tener pecado alguno, no dejó de ser humana. Ella no es divina, pero Dios Padre la levantó de entre los muertos y la Iglesia confirma que esta verdad contiene la promesa reconfortante de que Dios también nos levantará a nosotros en el día de la resurrección.
“Porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo!” . Lc 1, 49.