Hoy celebramos los regalos que nos hizo Jesús antes de dar la vida por nosotros: la institución de la eucaristía y del sacerdocio ministerial. No obstante, el evangelio no nos habla de la eucaristía sino de la pascua de los judíos. Jesús cumple este ritual ofreciendo su cuerpo en lugar del antiguo cordero y derramando su sangre para sellar la nueva alianza. Sin embargo, su verdadera pascua es la que celebrará con su muerte en la cruz y su resurrección. La muerte para Jesús no es la crónica de un final sino el paso hacia el Padre. Es la hora en que él ofrece la máxima prueba de su amor y está a punto de ser consumada. Este signo de amor infinito, con el gesto simbólico del lavado de los pies, alcanza un valor ejemplar y el sentido de su vida.
En el marco de una cena de despedida, Jesús realiza el lavado de los pies a sus discípulos como un acto de servicio, humildad y amor. Amor que ahora se manifiesta cabalmente en su sacrificio, pues “los amó hasta el fin”. Consciente de llevar a cabo el proyecto de Dios, Jesús se despoja del manto (signo de dignidad del “señor”) y toma el delantal (toalla, “vestimenta del esclavo”). Su gesto significaba “dar la vida” por medio del servicio, pues se sabía que quienes debían lavar los pies eran los esclavos no judíos o las mujeres judías, por eso el asombro de Pedro: “Tú jamás me lavarás los pies a mí”. Son las palabras de quien reconoce el Señorío de Jesús y no quiere aceptar su favor de esclavo.
Pero Jesús, como buen conocedor del corazón humano y sus miserias, hace entrar en razón a Pedro: el darse a los demás tiene su precio y es un riesgo irrenunciable que todo discípulo de Jesús ha de asumir. El poder amar como Cristo hasta dar su vida no solamente tiene un valor por morir heroicamente sino también por haber vivido fielmente buscando el bien del prójimo.
“Si yo, que soy el Señor, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros” Jn 13, 14.
P. Fredy Peña T., ssp