Juan se presenta como el testigo de la luz y resulta paradójico que esa luz necesite de un testigo. En algunos ambientes de Palestina, Juan Bautista era considerado como el verdadero Mesías y así lo entendieron algunas comunidades primitivas (joánicas), que negaban la mesianidad de Jesús. El testimonio de Juan acerca de Jesús suscitaba adhesión y anhelos de conocer a Dios.
Jesús es la luz que resplandece para todo el género humano, pero para muchos esa luz por momentos se esconde y cuesta verla. Él no se impone, no hace violencia ni fuerza a nadie. Él es la luz que exige la libre decisión del hombre y no deja estéril la opción por su persona. Juan, como buen precursor, es el profeta que sensibiliza con su palabra y alecciona con sus actos, no para adquirir honores, sino para denunciar lo que estaba errado y proclamar lo que permanecía oculto: Jesús.
Ante la humanidad, que se siente perdida y sin sentido, la figura de Jesús cada vez apasiona menos. Es más fácil ir donde los gurúes de turno, porque se presentan más actuales y postulan un modo de vivir sin muchas exigencias, donde todo está permitido. Es decir, hoy le eres infiel a tu marido o a tu esposa, “¿por qué no? si te hace bien”; te hartaste de ser honesto, entonces no pagues la cuenta, “si todos lo hacen ¿por qué no?”.
Queremos caminar por la luz, pero siempre y cuando no tengamos que pagar un precio por ello. Hoy se puede vivir en la falsa esperanza de que seguimos a Cristo luz, pero gran parte del mundo creyente basa su fe en ideologías idolátricas, que se apoyan en el dinero, en el prestigio o en otras cosas, que no tienen nada que ver con la Buena Noticia que nos anuncia Juan Bautista.
“Y él les dijo: Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor”. Jn 1, 23.
P. Fredy Peña T., ssp