Son pocas las veces, que la historia nos dice algo sobre personas sencillas y comunes. En este caso, el evangelista Lucas se inclina por relatar una situación que ningún historiador o periodista estaría dispuesto a destacar. Y es que el encuentro de dos mujeres sencillas, como María e Isabel, es un hecho que no huele a escándalo, a chisme ni menos estimula a la fama. Simplemente, es la visita sincera de una mujer a su prima, cuya única motivación es el afecto y la cercanía. Estamos ante la paradoja de dos mujeres que son despreciadas por la sociedad machista de la época. Sin embargo, algo tienen en común, ambas llevan una vida en su vientre; ambas valoradas como medio de multiplicación y de prolongación del nombre del varón; ambas representan la humildad del pobre y la fortaleza del que sufre. Pero también, a sus vidas se adosa la presencia de dos criaturas que traen en su vientre; uno se llamará Juan Bautista, cuyo nacimiento dará término a muchos años de esterilidad; a diferencia del Mesías, su venida al mundo se hará por medio del Espíritu Santo y sin intervención de varón: “para Dios no hay nada imposible”. Con esto, el relato manifiesta cómo Dios actúa en la historia de los hombres y por medio de qué personas va construyendo una historia sagrada.
El cántico de María nos enseña que, mientras este mundo hace historia bajo los criterios del poder y del tener a costa de lo que sea Dios va realizando su obra, en medio de la escasez y el desamparo de los más débiles. Su mensaje es revolucionario porque María, al manifestar las convicciones de un alma libre, invita a otros para que también lo sean. Es decir, esta invitación es un llamado a vivir en la esperanza de los que aguardan en Dios con paciencia e ilusión. ¡Qué mejor que María! Ella representa a la comunidad de los creyentes, que aún en la dificultad alaba a Dios y expresa, más fielmente, los sentimientos y la actitud de confianza en su poder. María proclama que Dios derriba las autosuficiencias humanas, rechaza a los que triunfan a fuerza de la mentira y exalta a los que viven en la verdad, a pesar de sus costos; está con quienes se sensibilizan con el dolor del otro; llena de bienes a los más necesitados y despide con las manos vacías a los que han acumulado en desmedro de los que tienen menos.
“¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?” Lc 39, 43.
P. Fredy Peña T., ssp