Con la fiesta del Bautismo del Señor termina el tiempo litúrgico de Navidad y entramos al ministerio público de Jesús. Su bautismo en el Jordán evoca el acontecimiento del Éxodo, donde el poder de Dios triunfa sobre el pecado y que se ve representado en la destrucción de los “carros del Faraón”. Así el bautismo del Señor es la identificación de Jesús como Mesías e Hijo de Dios, de acuerdo con el testimonio del Bautista, del Espíritu y del Padre. Sin duda que Jesús no tenía necesidad de bautizarse, porque no tenía pecado alguno, pero lo suyo obedece más a un gesto de “preparación para…” y también de humildad.
El bautismo de Juan únicamente respondía a un gesto ritual en el agua y con carácter penitencial, mientras que el bautismo de Jesús lo hará en el Espíritu Santo con carácter de unción. En efecto, el bautismo del bautista es exterior, un común lavado donde se expresa el arrepentimiento para obtener el perdón de los pecados. En cambio, el bautismo de Jesús transforma al hombre interiormente y le impregna una vida nueva que viene de Dios. Una vida nueva que se traduce en el perdón de los pecados y la invitación a la santidad de vida.
Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección… las palabras del Padre confirman a Jesús como el “enviado” y el que había de venir. Jesús está en sintonía e identificado con la voluntad de Dios. La misma identificación que nos proporcionara nuestro bautismo en las palabras del sacerdote “Yo te bautizo en el nombre…”. Sin duda que ese es un gran signo y misterio, porque en cada bautismo se abren nuevamente las puertas del cielo. La voz del Padre declara lo que llegamos a ser: hijos adoptivos por gracia. No hay mayor dignidad ni vocación más importante que la de ser llamados “hijos de Dios”.
“Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Lc 3, 22).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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