Jesús se presenta como el pan vivo bajado del cielo e invita a dar un salto de adhesión a la fe. Su discurso, conocido como el Pan de Vida, está relacionado con dos cuestiones: la exigencia de la fe y el rechazo a esas exigencias. El Señor se identifica con el pan de vida, porque es él quien da la vida y esa acción incide en cada creyente produciendo la vida de Dios en él.
Los paisanos de Jesús se preguntan ¿cómo puede venir del cielo, si conocemos…?, es decir, él es como uno de ellos. Pero aún no creen que Jesús viene de Dios Padre, a quien conoce y revela, pues él es el revelador del Padre. En ese sentido, los escépticos de hoy están presos de la misma incredulidad que en los tiempos de Jesús, ya que no son capaces de aceptar la propia encarnación de Dios ni menos que él se ofrezca como alimento de vida. Y es que solo la fe permite ver que Jesús no era únicamente el Hijo de una familia sencilla de Nazaret. Por eso, quienes no creen en Jesús o lo rechazan ignoran que la fe no depende de la iniciativa humana ni de sus méritos, porque es ante todo una atracción interior que el Padre suscita. Tampoco es una predeterminación arbitraria, sino más bien la constatación de la “iniciativa divina” o un dejarse llevar por la acción de Dios que nos insta a acoger a Cristo como su Enviado.
Nos dice Jesús que el pan que nos ofrece es vida para el mundo. En efecto, este pan es la Eucaristía donde su cuerpo es entregado como sacrificio para que “quien crea tenga Vida eterna”. Gracias a la Eucaristía, el creyente está unido a Cristo y esa unión permite que la vida de Dios se transmita. Es decir, todo el bien espiritual de la Iglesia está contenido en el único alimento que nos permite ser como Dios nos piensa y quiere. Lástima que aún muchos no lo creen así y terminan creyendo en cualquier otra cosa.
“Y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo” (Jn 6, 51).