Durante el Adviento nos hemos preparado para una decisiva venida de Dios. Ahora, con la Navidad, se manifiesta nuestra hospitalidad al Hijo de Dios. Porque él da nuevos bríos a nuestro espíritu; tanto así, que al tomar nuestra condición humana nos hace “familia de Dios”. Como Iglesia estamos alegres porque Dios baja para que el hombre se enaltezca y el Hijo de Dios se hace hombre para que el hombre se haga hijo de Dios.
Porque las palabras del prólogo de san Juan confirman aquella “palabra” creadora que es Jesús, la Sabiduría de Dios, y que existía desde la eternidad junto con el Padre. Porque el Señor, además de ser el “hacedor de cosas nuevas”, es también “luz” para contrarrestar las tinieblas y sombras de muerte que obstaculizan el don de Dios en las personas. Por eso que hoy es a Jesús −Palabra eterna del Padre− a quien le abrimos la puerta de nuestro corazón, pues a él queremos “contemplar y adorar” para dejarnos guiar por su verdad: “La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre”. Si Dios ha llegado como el “Dios con nosotros”, ¿no lo vamos a dejar entrar en nuestro mundo?
El Niño Dios, desde el pesebre, no nos puede hablar, pero está ávido de “gestos” que debemos aprender a interpretar; él es el verbo encarnado cuyo mensaje hay que discernir y orar; este Niño Dios es la luz y la vida divina que viene a los suyos, pero se le debe dejar entrar e iluminar. Dice el evangelio: “Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron”: Dios quiere regalarse siempre, pero aún están aquellos a los que la Navidad les resulta molesta y por eso la borran, ridiculizándola. Así, el Dios humanado es incómodo para el racionalista que niega la trascendencia divina y humana. No obstante, la Navidad es Jesús, un claro mensaje del amor de Dios a la humanidad, que siempre busca ser correspondido.
“Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1, 1).
P. Fredy Peña Tobar, ssp
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