P. Fredy Peña T., ssp
El evangelio nos presenta cómo hay quienes siguen a Jesús y lo apoyan. En cambio, hay otros, un grupo más pequeño, parte de su mismo núcleo familiar, que lo rechaza. Incluso más, hay un grupo de letrados de Jerusalén que lo difaman, negando lo que es evidente: Afirman que el poder de Jesús no proviene de Dios, sino de Belcebú o Satanás. Sin embargo, a estos últimos Jesús les ratifica que su poder viene de Dios, porque lucha contra las fuerzas del mal, es decir, ¿cómo Satanás puede expulsarse a sí mismo? Por eso los verdaderos “blasfemos” son los propios letrados, ya que se niegan y se cierran a la manifestación liberadora de Dios.
A Jesús se le quiere descalificar y dar por un loco y endemoniado. Así, la gran blasfemia de que está poseído por un espíritu impuro atenta contra el propio Espíritu Santo. Y aquí no se trata de decir una mala palabra contra el Espíritu Santo, sino que la blasfemia real es la que cometen los escribas, que atribuyen a Satanás las obras de Jesús. Pero ¿cuál es la gravedad de este pecado? Cerrarse a la acción de Dios, impidiendo así que la misericordia los alcance. Hay como una cerrazón a la acción del Espíritu que le impide cambiar o bien no muestra una docilidad a la gracia de Dios.
Por otra parte, Jesús nos enseña que no podemos ser tan egoístas con los asuntos del Reino, atándonos a los vínculos de la familia biológica como un valor absoluto. Porque a partir de su persona se crea un lazo más universal y que no está delimitado por la cuestión sanguínea, ya que genera la vida de fe en Cristo y que ha de ser compartida. Por eso, tanto los allegados a Jesús, que impiden su acción, como los que lo tildan de demoníaco, nos enseñan que el hombre puede quedar fuera del alcance del poder salvador de Dios cuando se empecina en rechazar el amor divino que sale a su encuentro.
“El que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre” (Mc 3, 29).