“Cuídense de toda avaricia…”. Las palabras de Jesús son una invitación a vivir la apertura a la gracia divina y a la caridad, es decir, todo aquello que constituye la dignidad humana. Su enseñanza hace hincapié en lo inútil que es acumular riquezas con egoísmo y fiarse de ellas para no ser rico ante Dios. Pero sus palabras no van dirigidas únicamente a los ricos, sino también para todo aquel que “idolatra” la acumulación de riquezas, la posición social o los títulos profesionales.
De esta forma, la intervención del hombre que pide resolver el problema de su herencia se convierte en una intromisión desafortunada, puesto que su pregunta no busca aportar o iluminar la enseñanza de Jesús, sino que está centrada solo en él. Pero el Señor toca el fondo de la cuestión y descubre que la herencia del padre ha desatado la ambición y la división entre los hermanos. Por eso advierte de la desgracia de la avaricia, ese deseo incontrolable que no satisface las aspiraciones más profundas del corazón, porque no lleva a la persona a ser “rico” de Dios, de su amor y de los valores del Reino.
Jesús, al llamar “insensato” al hombre rico, cuestiona no su riqueza, sino cómo esta se ha convertido en el centro de su vida. Además, este “pobre rico” no se ha dado cuenta de que cuando muera no tendrá qué llevarse, porque su espíritu y ser están vacíos, pues el centro de su persona es lo que posee. Por eso Jesús no condena la riqueza, sino que primero expone el drama de toda persona “materializada”, que pone toda su seguridad en las cosas, sus méritos y trayectoria de vida, pero se ha desentendido de Dios y del prójimo, hasta de su familia. Hay que saber dar el mejor destino a los bienes que nos da el Señor, porque, con o sin ellos, todos morimos “pobres”; en cambio, con Dios morimos “ricos”.
“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?” (Lc 12, 20).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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