Con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, concluye el año litúrgico y confesamos a Cristo como soberano de todo lo creado. Porque él estaba desde un comienzo con el Padre y estará también al final para juzgar salvíficamente a todos los hombres. Él no venía como un rey para imponer impuestos o estar resguardado por ejércitos armados, sino que era rey para gobernar las almas, dar consejos de vida y orientar hacia el Reino de los cielos a todos los que lo buscan con sincero corazón.
Jesús, en el diálogo con Pilato, intenta explicar cómo es su realeza. Su Reino no posee el alcance de una proclamación política, sino que consiste en dar testimonio de la verdad que es él mismo. Esta revelación es el fundamento de su realeza. Y a la pregunta de Pilato ¿Eres tú el rey de los judíos?, Jesús afirma que su Reino no es de este mundo, es decir, su realeza no es al modo como todos piensan, porque no se apoya en ejércitos, riquezas o bienes, sino en el poder de Dios y se confirmará más aún en su muerte y su resurrección.
La realeza de Jesús no viene a condenar el mundo sino a ordenarlo según la voluntad del Padre y él, como testigo de la verdad, nos muestra el amor que Dios nos tiene. Reina Dios cada vez que somos capaces de apostar por sus enseñanzas, de levantarnos a pesar del fracaso, de renunciar al pecado y velar por la virtud. Reina cuando confiamos más en él que en nuestro estatus, bienes y todo aquello que nos da falsas seguridades. Porque el Reino de Dios no es nuestro ni depende de nosotros. Es simplemente gracia de Dios y a nosotros nos corresponde aceptarlo o no. Por eso que celebrar la fiesta de Cristo Rey es un compromiso con Dios. ¿Es, Jesucristo, nuestro rey del Universo o servimos a otros reyes?
“Jesús respondió: ‘Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos’” (Jn 18, 36).