El viaje de Jesús a Jerusalén siempre estuvo plagado de situaciones donde sus enseñanzas eran puestas en entredicho. A pesar de aquello, él da la clave para determinar cómo es el auténtico discípulo. Porque no basta con haber oído su predicación, sino que se debe alcanzar la conversión, es decir, amar, esperar y vivir cristianamente: la salvación exige la aceptación del don de Dios y vivir según sus planes.
En los tiempos de Jesús, la preocupación por saber cuántos se salvarían era muy recurrente. El rabinismo, al respecto, había creado sus propias teorías. Los más liberales, creían que todo el pueblo judío se salvaba; en cambio, los más conservadores aducían que solo los “practicantes” alcanzarían la redención. Pero ambos sostenían que la salvación pasaba únicamente por ser el pueblo escogido. Este pensamiento no ha cambiado, aún hay muchos que piensan que, por pertenecer a una Iglesia, ostentar títulos cristianos o ser miembros de una institución que promueva los valores del Reino ya están salvos.
La respuesta de Jesús es confrontativa: traten de entrar por la puerta angosta…, es decir, a la salvación no se llega de forma automática y, por lo tanto, la ayuda de la gracia, la convicción y el esfuerzo personal son necesarios para poder cruzar la estrechez de la puerta. No basta con la adhesión a una religión o raza, porque esa adhesión debe estar impregnada por obras de caridad y de justicia: “Porque tuve hambre, y me diste de comer; tuve sed, y me diste de beber”. Evidentemente que Dios quiere que todos se salven y es su mayor deseo, pero no depende solo de él. “El Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (san Agustín). En efecto, la lucha, a través de la puerta estrecha, no es contra los demás sino contra uno mismo, porque conlleva a eliminar todo aquello que obstaculiza el vínculo y nuestra relación con Dios.
“Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos” (Lc 13, 30).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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