El relato de la Transfiguración devela un gran misterio que pocos logran comprender a cabalidad: “no puede haber gloria sin sufrimiento, no hay experiencia de Dios sin padecimiento e incluso más, sin dolor no puedes ser feliz”. Es cierto que el dolor y la muerte no forman parte del plan divino, cuyo principal fin es la vida. Sin embargo, en la pedagogía de Jesús estos son caminos de redención y salvación. Es decir, la Transfiguración no es únicamente una forma de aceptar la muerte y la resurrección de Jesús sino una vía para saber quién es.
Para el evangelista Mateo, la Transfiguración muestra al nuevo Moisés, el Siervo de Yahvé y el Profeta. Dicho evento lo sitúa seis días después y rememora el relato de la creación donde al sexto día Dios creó al hombre. En la Transfiguración, Jesús manifiesta la plena realización de lo que Dios pensó para el hombre y con él se encuentran Moisés (la ley) y Elías (los profetas); ambos habían tenido el privilegio de hablar con Dios, pero ahora el más favorecido es todo creyente, porque Dios nos habla por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo… (Heb 1, 1-3).
Es cierto que estamos llamados a hablar con Dios y que esa experiencia implica la conversión de vida. En ese sentido, luego de la Transfiguración, quienes más se vieron afectados fueron los Apóstoles, cuyos ojos se abrieron a la fe para ver la gloria de Cristo. La Transfiguración es el anuncio luminoso de que Dios nunca nos abandonará en las dificultades, en el sufrimiento. No hay que cerrarse a la presencia de Dios, sobre todo cuando la vida no nos sonríe, porque si solo se le busca en lo favorable perderemos muchos momentos de su presencia luminosa y transformadora. La Cuaresma es tiempo de gracia que nos pide no solo el arrepentimiento sino también el “cambio de vida”.
“No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos” (Mt 17, 9).
P. Fredy Peña T.