Ante las murmuraciones y la confusión ya no de los judíos sino de los discípulos, Jesús insta a los suyos para que disciernan y decidan. Luego de constatar y escuchar el discurso del Pan de Vida, les genera un rechazo y no desean seguirlo. Hay una resistencia interior que lleva incluso a sus discípulos a afirmar: ¡Es duro este lenguaje! La enseñanza de Jesús no es bien recibida, ya que no se cree que él sea el pan bajado del cielo, porque dicen conocer su origen y familia. Además, no conciben la idea de comer su Cuerpo y beber su Sangre.
Sin embargo, Jesús no intenta suavizar las cosas para evitar el contrasentido que produce entre los suyos, es decir, la contraposición que existe entre el Espíritu que habita en la Carne de Cristo y el sentido carnal con que los discípulos entienden “el comer su Carne y el beber su Sangre” los pone en jaque. Jesús responde remitiéndose a su subida al cielo, a su condición de resucitado, a su Carne que ya no es ni frágil ni corruptible, sino gloriosa. Sabe que el gran escándalo no está tanto en lo que enseña, sino en lo que él es y representa para los judíos: un vecino del pueblo, cuyo origen conocen… Mientras el creyente no se abandone y se confíe en la persona de Jesús, seguirá preso de su razón, de sus prejuicios, de sus miedos y de su ego.
Por eso las palabras de Pedro son una respuesta a la incredulidad y a la razón, porque lo que dice a Jesús no viene de la dimensión humana sino de Dios, que es un saber y creer desde la verdad revelada: “Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”. Es cierto que constantemente la tentación de abandonar a Jesús y su misión está siempre presente, pero como creyentes creemos que solo Cristo es el enviado del Padre, el único que tiene palabras de Vida eterna.
“Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna»”
(Jn 6, 60-69).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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