La Última Cena es el contexto donde Jesús manifiesta su discurso de despedida antes de vivir su Pasión. Allí entrega a los Apóstoles las normas que trazarán el itinerario de vida de la Comunidad. Era necesario dar “gloria a Dios” como un último hasta luego y reconocer que esa “gloria” no es otra cosa que la revelación del proyecto de Dios y los signos que Jesús hacía. Pero es también la obediencia de Jesús al Padre y el amor dado a las personas para que trascendieran y crecieran en humanidad.
Antes de morir, Jesús, desde lo más profundo de su corazón, les transmitió a sus discípulos la consigna de la caridad: “Ámense unos a otros”. Sin duda que este lema era exigente, porque si el Antiguo Testamento proponía amar a los demás, Jesús estaba pidiendo amar como él, ya que él es el modelo y la nueva medida del amor. Ante esta nueva realidad, que es “nueva”, Jesús supera la ley que hasta ese entonces fue incapaz de revelar de forma definitiva la voluntad de Dios. Por tanto, como cristianos tenemos un deber.
El “Ámense” es un imperativo porque es testificado por quien cumplió todos los requerimientos de Dios. No es impuesto desde fuera sino que viene de quien comprobó en carne propia las exigencias del amor: “Amar incluso a los que lo rechazaron”. Entonces, ¿qué gracia tiene amar a quienes amas, si el amor de Jesús invita a ejercer la caridad con aquellos que te incomodan la vida? En el fondo, lo que se nos pide es amar como Dios nos ama. No podemos olvidar que fue el amor de Jesús el que abrió tantos corazones sin esperanza, para luego abrirse, aceptar la fe y anunciarla. Fue el amor de Jesús el que inspiró a los santos a servir a los demás sin esperar retribución. Será este amor el que, también hoy, nos llevará a alejarnos de la mentalidad deshumanizadora e indiferente que pulula en nuestros días.
“Ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado…” (Jn 13, 34).
P. Fredy Peña T., ssp