P. Fredy Peña T., ssp
Una vez más la curación de Jesús a un leproso es testimonio de la fe confiada en alguien que ha sufrido y ha sido excluido. En tiempos de Jesús, los enfermos, los endemoniados y los leprosos no eran aceptados en la vida social y religiosa por considerarlos «impuros». A su vez, los sacerdotes controlaban ese código de la pureza y determinaban quiénes tenían acceso a Dios. Ante eso, el leproso va donde Jesús y reconoce en él el poder que lo puede sacar de su marginación.
El leproso es un impuro mientras dure su patología y está herido en su dimensión física, emocional, mental, social y espiritual. Sin embargo, si hay en él algo que conmueve a Jesús, es la forma de cómo pide: «Si quieres, puedes purificarme». ¡Cuánta humildad y delicadeza! Es todo un modelo de cómo ha de ser nuestra oración a Dios, sin exigencias ni condicionamientos. Porque cuando Dios no concede lo que le pedimos, nos deja la sensación de que no nos escucha. Si tan solo pensáramos qué sucede con nuestra fe al descubrir que Dios no siempre nos dará lo que pedimos. Seguramente descubriremos que en la vida de fe no solamente nos mueve «el amor a Dios», sino otros intereses y motivaciones.
Intereses y motivaciones que terminan en conductas que no hablan bien de los miembros de nuestra Iglesia. Quizás las mismas que vio y experimentó el propio leproso. Por eso que «lo quiero, queda purificado» sugiere que el enfermo no es una persona castigada ni puesta a prueba por Dios. El gesto de curación de Jesús nos indica un gran desafío al creyente: la prudencia y el equilibrio entre la fidelidad al Evangelio y la misericordia hacia quien padece sus límites y que no sale de ello, no porque no quiera, sino porque muchas veces no sabe cómo salir.
«Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Lo quiero, queda purificado’» (Mc 1, 41).
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