P. Fredy Peña T., ssp
Nos dice Jesús: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor”. Al meditar en la alegoría de la vid, sentimos la necesidad apremiante de permanecer unidos a Jesús para tener vida y dar frutos de eternidad. Pero antes es bueno saber cómo el Señor nos muestra el camino para generar esos frutos: “Si cumplen mis mandamientos, …”. Es decir, un amor hecho de obras y no de discursos. Porque, un
amor únicamente de sentimientos, de propósitos y buenas intenciones es falso, engañoso y hasta estéril. Es una pantomima. Como lo afirma aquel adagio popular: “El camino del infierno está lleno de buenas intenciones”.
Jesús, valiéndose de la imagen de la vid, no quiere manifestar un ícono bucólico del campo, sino que pone en evidencia su carácter de rivalidad. En efecto, él, la vid verdadera, se opone al judaísmo reinante y que está representado en sus símbolos más conocidos como el Templo, la Ley o en sus Sinagogas. Porque Jesús es el nuevo Israel que supera al Antiguo, que no ha sabido dar los frutos esperados. En cambio, el amor de Jesús
viene a dar los frutos que no solamente Israel espera, sino para todo el que crea en Él.
Sin embargo, el Señor nos dice que para permanecer en su amor hay que hacer vida su nuevo mandamiento, amándonos unos a los otros, como él nos ha amado. Porque la verdadera caridad a la que nos llama el Señor es aquella que nos lleva a salir de nuestra comodidad y solidarizar con el más pequeño: cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo…, (Mt 25, 40). A partir de los gestos de
amor de Jesús se entiende el sentido y la finalidad de la caridad cristiana. Solo quien arriesga, gasta y dona su vida en favor de Dios puede experimentar su amor providente, amoroso y misericordioso.
“Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 12-13)
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