La parábola del buen samaritano es la manifestación del amor misericordioso de Dios, al tiempo que la clave para entender quién es mi prójimo. Ante la pregunta ¿qué tengo que hacer para heredar…?, Jesús responde con un anuncio evangélico: “Obra así y alcanzarás la vida”; es decir, comportándose como el samaritano, Dios ha asumido el cuidado del más débil y lo ha amado para que este, al ser curado de su mal, pueda amarlo a él con todo el corazón y a los hermanos como a sí mismo.
En el judaísmo tradicional bastaba que una persona no fuera de origen israelita para no ser considerado como prójimo. Por eso al legalista que pone en aprietos a Jesús no le interesa la práctica de la misericordia, porque vive apegado a una serie de leyes que no trascienden más allá de la curiosidad o el “deber” cumplido.
La parábola nos presenta tres actitudes ante el hombre asaltado. El sacerdote que pasó estaba más preocupado por el culto, el templo y por no contaminarse si tocaba a este hombre; es decir, para él Dios está solo en el templo y allí es donde se vive la religión. Cuántos piensan que por solo asistir a misa ya “cumplieron” y a la posteridad su fe no tiene ninguna incidencia con el prójimo. Luego pasó el levita, pero tampoco lo asistió porque su preocupación estaba en saber “quién es mi prójimo” y no en ayudar a quien yacía tirado en la calle.
Es el samaritano quien brinda la ayuda al hombre casi muerto, que sin culpar a nadie se responsabiliza de la situación porque no está apegado a un código de leyes. Él obra a partir de lo que siente y de la marginación en la que vive. Por eso, compadecerse es un gesto eminentemente divino que se traduce en generosidad con los marginados. Y en ese sentido, el samaritano vio en el peor “enemigo” a su prójimo porque supo solidarizar con su desgracia.
“Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida” (Lc 10, 28).
P. Fredy Peña T., ssp