Jesús es el Maestro que habla y enseña a sus discípulos. Pero al mismo tiempo es el Señor que posee la luz de Dios. Así, el relato de la Transfiguración devela este misterio, es decir, no hay gloria sin sufrimiento, no hay experiencia de Dios sin padecimiento. En definitiva, toda experiencia de amor sincera y honesta paga un precio de sacrificio y de renuncia. Es cierto que el dolor y la muerte no forman parte del plan de Dios, pero en la pedagogía divina es camino de redención.
Aquel camino de redención y salvación para Pedro, Santiago y Juan no estaba claro. No concebían la idea del “fracaso”, ya que esperaban un Mesías triunfador. De alguna forma, la insistencia de Jesús en su Pasión rompe las esperanzas en un Mesías político y nacionalista. Por eso, a través de la Transfiguración, el Señor los quiere preparar para la gran prueba de la cruz. Más allá de confirmar su identidad como Hijo de Dios, los discípulos de Jesús son invitados a “escuchar” sus enseñanzas. En efecto, ya no pueden quedarse en el pasado como tampoco detenerse en los malos mediadores; por tanto, han de fijarse en el “Hijo predilecto” para no vegetar en la Ley y florecer en la gracia del evangelio.
Sin duda que la Transfiguración es un acontecimiento que afectó más a los Apóstoles que al propio Jesús, pues la verdadera transformación ocurrió en ellos: “sus ojos y fe se abrieron para comprender el misterio de la cruz”. Es esta gracia la que, como creyentes, debemos pedir a Dios. La Transfiguración es un luminoso anuncio de que Dios, en el sufrimiento, nunca nos abandona. Es decir, no debemos desconfiar de Dios, sobre todo cuando sobrevienen las dificultades; primero, porque son parte de nuestra condición humana; y, segundo, si solo buscamos a Dios cuando todo va bien, entonces perderemos muchos momentos de su presencia luminosa y amorosa también en la hora “de la cruz”.
“Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo” (Mt 17, 5).
P. Fredy Peña T., ssp
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