Después de la Transfiguración del Señor, Pedro, Santiago y Juan sienten algo de desazón, porque han escuchado el anuncio de la Pasión y sus consecuencias. Sin embargo, para el evangelista, la Transfiguración de Jesús manifiesta que él es el nuevo Moisés, el Siervo de Yahvé y el Profeta que instaura el reino de la justicia.
Todo acontece en el monte, que, en términos bíblicos, representa el lugar de la cercanía e intimidad con Dios. Jesús es el Señor, imbuido de la «luz de Dios» y envuelto en la «nube», ambos signos de la presencia divina. A su vez, quienes hablan con Jesús –Moisés y Elías–, evocan la Ley y los Profetas y señalan a los discípulos un nuevo modo de vincularse con Dios, en una relación más personal. En este sentido, cada creyente está llamado a escuchar a Jesús y actuar como él. Pero para tal cometido hay que estar cerca de él, escucharlo, imitarlo y seguirlo, como hacían las multitudes del Evangelio.
De este modo, la Transfiguración del Señor confirma todo lo anunciado por los profetas. No obstante, Jesús, al igual que a sus discípulos, nos invita a superar la tentación de un mesianismo glorioso y triunfal, pero no sin aceptar las dimensiones inseparables de su acción redentora: la obediencia a la voluntad del Padre, el sufrimiento como un estado de crecimiento y madurez, y finalmente, su gloria, que nos abre a la vida de la gracia y la resurrección.
En su transfiguración, Jesús sustituyó el miedo por la valentía, porque cuando abrimos los ojos de la fe, constatamos que el gran anuncio es el propio Señor. Sabemos que los hechos milagrosos no son suficientes para mantener viva nuestra fe. Si bien pueden ayudarnos, pero la realidad es que a Cristo se le conoce en el diálogo constante. Sin duda que, como creyentes, necesitamos que él realice en nosotros una «transfiguración interior» que nos permita contemplar su divinidad con el fin de conocerlo y amarlo.
«Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo» (Mt 17, 5).
P. Fredy Peña T., ssp
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