En este domingo iniciamos un nuevo año litúrgico para celebrar la Venida del Señor a este mundo. El tiempo de Adviento-Navidad-Epifanía compone el itinerario del anuncio-nacimiento-manifestación del Señor hasta el día de su bautismo. Sabemos que desde Belén se gesta la alegría de su primera venida y aguardamos expectantes para su venida gloriosa. Y en esa espera, el Señor no deja de venir, porque nos visita con su Palabra, en la Eucaristía y en el prójimo que pide caridad.
Nos dice el evangelio que se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria… Quizás este lenguaje apocalíptico nos resulte extraño e ininteligible, pero está inserto en un contexto de esperanza y de salvación. Cristo nos habla de su retorno glorioso al final de los tiempos; sin embargo, la esperanza es también para el “hoy”. Y así nos ilustra el refrán popular: “la esperanza es lo último que se pierde”. Y seis siglos a. C., el filósofo griego Tales de Mileto presagiaba: “la esperanza es el único bien común dado a todos los hombres; los que todo lo han perdido aún la poseen”. Y es muy cierto, porque cuando dejamos de creer en la esperanza entonces morimos y eso explica el porqué las personas llegan al suicidio o son como cadáveres ambulantes, pues han perdido la esperanza y el sentido de vivir. San Pablo exhorta a los tesalonicenses a no desconfiar del plan de salvación de Dios y dice: que él fortalezca sus corazones en la santidad y los haga irreprochables delante de Dios, nuestro Padre, el Día de la Venida del Señor Jesús.
El Señor nos enseña a comprender que la esperanza no es un idealismo fácil o el sueño utópico de personas románticas que ven todo como en un paraíso. En la fe, aguardamos la llegada del Niño Dios con alegría y atención, porque solo el que sabe “esperar” es dueño de sí mismo, a pesar de todas las contrariedades, y, sobre todo, pone en manos de Dios su propia existencia.
“Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir” (Lc 21, 36).