Celebramos la fiesta de la Trinidad y, por qué no decirlo, “la fiesta de la comunidad”. La Santísima Trinidad vive en comunión no para sí misma, sino para revelarse y relacionarse con la comunidad de los que creemos en el Señor Jesús. Al pueblo de Dios le fue muy difícil comprender y adorar a un solo Dios. ¡Tanto!, que pecó muchas veces adorando a otros dioses. Así fue como los profetas tuvieron que reconducir al pueblo por el culto al único Dios. En Jesús, Dios Padre reveló al mundo “algo nuevo” y en reiteradas ocasiones se proclamó como Hijo de Dios, ya sea hablando de Dios como su Padre o cuando dijo a Felipe que quien le ha visto a él, ha visto al Padre; y posteriormente, al partir de este mundo, prometiendo que enviaría el Espíritu Santo.
Es frecuente encontrar entre el mundo creyente una especie de resignación con relación a la Trinidad, puesto que como es un “misterio” no se entiende, pero se acepta y cree. En este sentido, ni una buena catequesis u homilía han terminado de aclarar el porqué siendo tres personas distintas son un mismo Dios y siendo un mismo Dios son tres personas. Lo cierto es que salimos del enigma asumiendo que tanto el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un misterio: Primero, porque no se trata de una cuestión matemática “tres y uno”, sino que excede a nuestro entendimiento, pero, a pesar de ello nos lleva a descubrir que Dios es amor; segundo, porque este misterio es una confidencia de Dios al hombre, que nos lleva a preguntarnos quién es Dios, pero al mismo tiempo quién es el ser humano.
El Dios que es trino desea encontrarse con la comunidad, renovando su amor y fidelidad. Dios Padre tuvo la generosidad de llamarnos a su vida íntima, de amor, de familia, que implica una relación filial con él, de Padre a hijo, y que nos hace hermanos en Cristo por medio de su Espíritu Santo.
“Hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…” Mt 28, 19. P.
Freddy Peña T., ssp