Una forma de demostrar cuánto Dios nos ama es experimentando su misericordia con nuestro prójimo. El Señor nos coloca en la encrucijada de cómo debemos actuar ante las ofensas de los demás. Es cierto que la vida está llena de situaciones en las cuales el agravio ha sido mayor que el deseo de dar o pedir perdón, simplemente porque el orgullo ha prevalecido sobre la humildad. Quizás por eso la pregunta de Pedro toma real relevancia: ¿Cuántas veces se debe perdonar a nuestro prójimo?

El judaísmo discutía el número legal de veces que se debía perdonar, pues proponía cuatro. Sin embargo, era un perdón externo que no incidía en un verdadero arrepenti­miento. Ante esta situación, la respuesta de Cristo es afirmativa: no solo “siete veces”, sino “setenta veces siete”, es decir, siempre. Dios nos regala su misericordia para que también podamos ser misericordiosos con los demás. El perdón es una característica del amor perfecto de Dios a los hombres. El siempre que Jesús nos plantea no dice que perdonar sea fácil, sino que es un requisito absolutamente indispensable para que también se nos perdone.

En la parábola se vislumbra que el siervo no aprovechó la oportunidad que tuvo de ac­tuar como Dios, así como el rey lo hizo con él: le perdonó la deuda de diez mil talentos. Luego, la misericordia de Dios perdona más de lo que un corazón mezquino –como el del siervo– no pudo absolver. No obstante, el punto central de la parábola es la necesidad de perdonar para que Dios nos perdone. En este sentido, no hay que preocuparse por la correspondencia en el perdonar, pues cada persona es un mundo. Por lo tanto, cada uno dará cuentas a Dios de lo que ha hecho con su vida. Por eso hay que trabajar en amar en vez de odiar, comprender más que pensar mal y perdonar en lugar de buscar la venganza.

«Jesús le respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”» (Mt 18, 22).

Fredy Peña Tobar, ssp

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