Las palabras de Jesús pueden sonar a cuestiones que van a pasar en el futuro o como un fin apocalíptico. Ni lo uno ni lo otro, porque lo apocalíptico, en este caso, no habla de cosas que sucederán mañana. Simplemente, es un modo misterioso de hablar acerca de las cosas del tiempo presente y cuyo fin es animar a la comunidad para denunciar lo que está mal y la resistencia a todo lo que se opone al proyecto de Dios, pues el discurso de Jesús se centra esta vez en el fin del mundo, sus signos y su revelación gloriosa.
Algo totalmente nuevo está por suceder. En la nueva Jerusalén ya no habrá más sol, luna, estrellas, porque todo será renovado. Esa novedad es el resultado de la propia acción de Dios, que tiene poder sobre todo. Al igual que el pueblo de Israel, los creyentes también construimos una historia que, con aciertos y desaciertos, se diferencia de otras porque se vive a la luz de la fe. Por tanto, estamos llamados a levantar la cabeza y a permanecer fieles al amor de Dios, ya que nuestra liberación está cerca y en curso: Cristo vive y viene a rescatarnos.
Quien cree en Cristo encuentra un sentido distinto a la vida. En esa perspectiva cristiana descubre cómo las obras de amor de Dios acrecientan sus ganas de vivir y no solo de existir. Como niños ilusionados a recibir un regalo, conservemos la poca inocencia que nos queda para estar abiertos a nuevas cosas que Dios nos quiere enseñar. Mientras tanto, estar vigilantes no es solamente estar como meros espectadores sino discernir qué cosas nos llevan a Dios y cuáles nos separan de él.
Aquél que está con la conciencia dormida, por la ideología o por su solo modo de ver las cosas, vive en permanente resaca, porque no es capaz de discernir los acontecimientos y la urgencia de la caridad cristiana. Permanecer lúcidos y en paz es lo que en definitiva nos lleva a no perder el sentido de la espera amorosa del Niño Dios.
“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lc 21, 33).
P. Fredy Peña T., ssp