San Juan Bautista es descrito en la línea de los profetas antiguos con el objeto de reafirmar que él es el último de los profetas y también que su actividad profética es una oportunidad para que quien escuche su voz abra su corazón al amor de Dios y a la conversión de vida. El profetismo del Bautista y su preconización del Mesías se enmarcan en un contexto “oficial”, pero también “religioso”.
En efecto, el evangelio de hoy se describe en una historia “oficial” y “política” de Palestina, que está sometida al Imperio romano y gobernado por cuatro tetrarcas, es decir, el poder repartido entre “cuatro” personas. Asimismo, el ministerio público de Jesús acontece en una historia y contexto “religioso” que no estaba exento de los vicios del poder, la ambición, los intereses partidistas o la manipulación de la Palabra de Dios. No obstante, el camino de Jesús es distinto y comienza con Juan, hijo de Zacarías, que predica un bautismo de conversión para el perdón de los pecados e invita a comenzar una “nueva vida”, pero que es necesario aceptar la novedad ─Jesús─ que está por llegar.
Quizás, hoy el llamado a la conversión de Juan les es indiferente a muchos, porque están atrapados por el materialismo e ideologías, o por una práctica religiosa que solo cumple “normas”. Más aún cuando la finalidad de la vida se fragua únicamente en conservar y aumentar las satisfacciones humanas. Sin embargo, la llegada histórica y salvífica del Niño Dios trae un gran desafío: “Preparar y disponer el corazón al amor de Dios”. Por esta razón, el Adviento consiste en una espera que no es estática ni pasiva sino dinámica, es decir, es una “disposición” del espíritu de quien sale al “encuentro” del otro y no solo “espera” a que llegue.
“Una voz grita en el desierto: ´Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos’” (Lc 3, 4).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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