A través de la parábola del banquete de bodas se manifiesta el vínculo entre el rey y sus invitados, donde se encuentran dos grupos: los que se autoexcluyen del banquete por intereses personales de poder; y los segundos –los nuevos comensales–, que han aceptado la invitación de Dios. De este modo, Jesús compara el Reino de Dios con fiestas, comidas o bodas, pues estas eran la ocasión para estrechar lazos, afirmar alianzas y vínculos. Sin embargo, todos los invitados por el rey se excusan, es decir, el Señor llama de mil maneras al pueblo de Israel, pero este ha vivido en actitud de rechazo con los profetas y ahora con el Hijo de Dios.
Al ser rechazado Jesús por los judíos –primeros invitados–, las puertas del Reino se abren para todos sin distinción: buenos, malos, pecadores, gentiles, puros o impuros, según designación de los dirigentes del pueblo (fariseos y letrados). En este contexto, tiene sentido la pregunta sobre quién lleva el vestido de fiesta, puesto que entre los invitados hay uno que no está preparado y es echado fuera. En efecto, el traje de fiesta se identifica con cumplir las disposiciones para estar adherido a la persona de Jesús. Han sido invitados «buenos» y «malos», pero nadie puede seguir en su condición de «malo».
Asimismo, la parábola muestra el juego dramático entre la gratitud e ingratitud, entre un rey magnánimo y los invitados miserables, entre un rey preocupado, diligente y los invitados displicentes y que no tienen ningún interés en su rey. Es probable que nuestra vida personal –como creyentes– no esté lejos de la parábola, porque el Señor, de muchas formas, continúa invitándonos para hacernlaos partícipes de su historia de la salvación.
Por eso, sin espíritu de conversión, el don salvífico del Reino de Dios no tiene sentido. Hay que evitar el error de sentirnos «salvos», porque muchos (todos) son llamados, pero pocos los escogidos.
«Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta? El otro permaneció en silencio» (Mt 22, 12).
P. Fredy Peña T., ssp
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