En el día de la Epifanía del Señor, conocido popularmente como “Día de Reyes”, recordamos la manifestación de la salvación de Dios en Cristo Jesús a todos los hombres. Sabemos que este tiempo de Navidad es una continua epifanía, que significa manifestación o presentación, a los pastores, a los magos, al pueblo de Israel y al poder de turno, Herodes. Así se fragua la identidad del Niño Dios: Hijo de David, Príncipe de la paz, Hombre e Hijo de Dios.
Según la tradición judía, Jesús nació en Belén de Judá. En la antigüedad, el lugar de origen definía de algún modo a las personas, pues cada pueblo o familia eran los depositarios del honor acumulado por sus habitantes ilustres del pasado y esa herencia recaía a los que nacían en ellos. Al afirmar que Jesús nace en Belén –la patria de David–, hereda el honor acumulado en la familia del rey, no solamente porque es descendiente suyo, sino porque ha nacido en su mismo pueblo. Además, se anunciaba al Mesías como la estrella que surge de Jacob (cf. Núm 24, 17). La misma “estrella” que guió a los magos –sabios estudiosos de las ciencias astronómicas–, quienes adoran al Niño Dios con regalos: incienso como a Dios, mirra como a hombre y oro como a rey.
Aquellos regalos confirman la realeza divina del Mesías y que fue ignorada por las autoridades políticas y religiosas de la época. Porque la actitud hipócrita de Herodes se repite hasta hoy, ya que finge interesarse por el Niño Dios y ser bueno. Es decir, tiene todo para acercarse a él, pero carece de ese encuentro personal e íntimo con el Señor. En cambio, la actitud de los magos expresa las primicias de los que aún buscan a Dios y anhelan ese encuentro personal. Ambas actitudes –rechazo y acogida–, siendo antagónicas, son una ocasión para quedarnos en la más absoluta indiferencia o bien en la alegría de reconocer a Jesús como único Rey, Salvador y Dios.
“Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y encontraron al Niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje” (Mt 2, 10).
P. Fredy Peña T., ssp