Para los discípulos de Jesús no fue fácil comprender todo lo que este les decía de su Padre ni tampoco saber para qué tipo de misión se les encomendaba. En este sentido, el evangelio de san Juan registra dos pasajes en los cuales definitivamente estos comprendieron el alcance de sus palabras (cf. Jn 2, 22. 12, 16). A la luz de estos, entendieron que es el Espíritu Santo el que conduce a la Comunidad cristiana a la verdad completa. Es más, Jesús se autodefinió como la Verdad, es decir, él es la expresión máxima de la fidelidad de Dios. Para el evangelista Juan, el término Verdad es también alianza y revelación.
Alianza y revelación, en el día de Pentecostés, se fusionaron para dar paso a la vida en el Espíritu Santo, que no es otra cosa que el poder de Dios presente en el peregrinar de la Comunidad. Es aquel que le permite discernir los acontecimientos con los criterios de Dios y no de este mundo. Es el Espíritu Santo que capacita al creyente para desenmascarar y destruir las estructuras generadoras de muerte, de discriminación, de corrupción, en las que estamos inmersos. Ante la banalización y relativización de cualquier acto de maldad, Pentecostés es una gran ocasión para construir historias de amor y de bondad; pero historias que partan de la acción liberadora de Jesús y no del ego enfermizo que tanto opaca y no deja ver la acción del Espíritu en su Iglesia.
El día de Pentecostés la Iglesia se presentó ante el mundo como el sacramento universal de salvación y no como una comunidad de unos privilegiados. Es decir, pueblos de todas las razas y lenguas han reconocido a Dios como Padre y a Jesús como Salvador. Pentecostés es el día de las grandes maravillas que han de llenarnos de alegría y de “expectativas”, porque junto a Cristo formamos un solo cuerpo y un solo espíritu.
“Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes: ‘Reciban el Espíritu Santo’” (Jn 20, 21-22).
P. Fredy Peña T., ssp