En la oración del Padrenuestro, Jesús enseña a sus discípulos una nueva forma de orar, ya que llamarán a Dios ¡Padre! Desde ahora no solo son amigos de Dios sino también sus hijos. El Señor sintetiza su proyecto de vida que se cierne bajo dos realidades: Dios y el prójimo. Todo aquel que lo reza, reconoce que la santidad y el nombre de Dios se relacionan entre sí, donde la santidad de Dios se revela en la presencia del Reino que actúa en la persona de Jesús. Además, pedimos al Señor que venga su Reino porque hay un deseo en el “creyente” de abrirse al proyecto de Dios y sumarse a la construcción de ese Reino en beneficio de los demás. Pero también oramos para hacer lo que nos pide, necesitamos el pan de cada día, es decir, ponemos toda nuestra confianza en sus manos, ya que él provee de todos los bienes necesarios para la santificación de sus hijos.
En esa confianza incondicional los cristianos también compartimos el don que Dios nos ofreció: su perdón. En las relaciones con nuestro prójimo siempre habrá diferencias y roces. No aplicar este “perdón” en la práctica sería hacer estéril y mentirosa la oración que Jesús nos enseñó. Por otra parte, la sociedad en que vivimos siempre nos condiciona con el tener, el poder, la ambición, el prestigio, etcétera. Jesús nos dice que a estas tentaciones respondamos desde el servicio, la igualdad, la humildad y la solidaridad.
Cada vez que nos dirigimos a Dios como Padre, quizá nos hace falta “confianza” en que sí seremos escuchados, porque él no se mueve por intereses personales como lo hacemos los seres humanos. Su modo de ser Padre supera cualquier paternidad humana, en el sentido de que Dios da a cada uno de sus hijos el bien supremo, es decir el mismo Espíritu que llevó a Jesús a ser cada vez más cercano, afectivo y empático con su Padre Dios.
“¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!” (Lc 11, 13).
P. Fredy Peña T., ssp