La invitación de Jesús hacia sus discípulos es la opción por el Reino de Dios, en una sociedad conflictiva que prioriza la acumulación de la riqueza, el prestigio y el poder. Muchas veces esa opción lleva a crisis profundas en las relaciones humanas e incluso en la familia. Por eso los partidos políticos (fariseos, herodianos, saduceos o zelotas), las clases sociales sociorreligiosas (sacerdotes, levitas, escribas y doctores) y las estructuras de poder (Sanedrín, la guardia, maestros de la ley) se veían afectados por los criterios y forma de vida de Jesús. Estos grupos buscaban, de uno u otro modo, manipular al pueblo.
De hecho, la imagen del Mesías que se esperaba estaba construida a partir del propio “poder”: debía ser un Salvador del linaje de David y un rey que reivindicara para Israel el dominio sobre las naciones extranjeras. Jesús rema en contra de este tipo de mentalidad y la idea que se tiene del Mesías. No es que desee declarar la guerra, sino que su mensaje es signo de contradicción.
Por eso los que afirman ser cristianos no pueden olvidar que siguen a alguien que fue perseguido y condenado a muerte por ir en contra de aquellos que acumulaban para sí y ostentaban el poder. Dice Jesús: “el que pierda su vida por mí, la encontrará…”, es decir, si los seguidores de Jesús se adaptan a los criterios de una sociedad injusta, entonces su vida será un gran vacío y frustración. En cambio, quien apuesta por los criterios del Reino descubre que el sentido de la vida no está en conservarla, sino en donarla por la justicia del Reino.
Jesús no da recetas para ver cómo plasmamos ese Reino, pues cree que cada creyente es lo suficientemente lúcido respecto de saber que basta con un pequeño gesto de caridad −como el dar de beber al sediento−, para que ese gesto no quede sin recompensa a los ojos de Dios.
“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10, 39).
P. Fredy Peña T.